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La City no ama a las mujeres, el machismo impera en la industria financiera

equidad de genero

  • A Isabel Sitz sus jefes le dijeron que un hombre trabajaría mejor
  • El triunfo legal de la madrileña contra la financiera para la que trabajaba por discriminación sexual, ilustra cómo la cultura machista impera en el empresariado británico

Machismo es una de las pocas palabras castellanas incrustadas en la lengua inglesa. Pero hay pocos lugares en el mundo más machistas que la City de Londres. La industria financiera es un mundo hecho por hombres, para hombres y con el machismo como seña. Eso, al menos, dice el cliché. Y lo confirman las estadísticas. En Reino Unido, las mujeres ganan casi un 20% menos que los hombres por hora trabajada, según los datos de la Oficina Nacional de Estadística. Ese diferencial se dispara en la industria financiera, en la que las diferencias salariales llegan al 55% y hasta el 80%.

Eso no se debe exactamente a criterios de eficacia. John Coates, en tiempos bolsista en Wall Street y ahora profesor de Cambridge especializado en investigar las finanzas desde el punto de vista de la neurociencia, cree que los hombres jóvenes, especie dominante en los mercados financieros, se dejan llevar por sus niveles de testosterona al tomar decisiones de compra y venta de valores. Tras monitorizar en 2009 a 17 brókeres, todos ellos varones de edades y proyecciones profesionales variadas de un despacho medio de la City, Coates y sus colegas concluyeron que sus niveles de testosterona estaban relacionados con los niveles de riesgo de las inversiones que decidieron llevar a cabo, pero no necesariamente con la calidad de esas decisiones. En su opinión, si en la City hubiera “más mujeres y más hombres maduros se reduciría la inestabilidad financiera”.

Pero la City no ama a las mujeres. Una investigación publicada en 2009 por la Comisión de Igualdad y Derechos Humanos británica puso de relieve que las diferencias en el pago de incentivos (los famosos bonus) en las grandes empresas financieras llegaban a ser hasta del 80%; que el 94% de las mujeres recibían bonus menores que los de los hombres; que el 63% de las mujeres cobraban menos que los hombres que hacían el mismo trabajo; que el 86% de las mujeres que habían empezado a trabajar en los 30 meses anteriores lo hicieron con un salario inicial inferior al de los hombres. Menos de la mitad de las empresas investigadas estaban haciendo algo para reducir el diferencial de salarios entre géneros y solo un 23% habían puesto en marcha una auditoría para analizar el problema.

¿Han cambiado las cosas desde entonces? No parece. Las empresas financieras siguen sin aplicar una de las recomendaciones clave de la Comisión de Igualdad: transparencia sobre el diferencial de salarios según el género de sus empleados. Y el reciente caso de la española Isabel Sitz, que el pasado noviembre ganó una demanda contra la financiera Oppenheimer Europe Limited por discriminación sexual, ilustra hasta qué punto la cultura machista impera en la City.

Madrileña, de 42 años, hija de alemán y de española, Isabel Sitz se marchó a Washington a los 24 años, y de allí, a Nueva York y, luego, Londres. Estaba en la cúspide de su carrera como bróker en la City cuando Oppenheimer compró en 2008 el Canadian Imperial Bank of Commerce (CIBC), para el que ella trabajaba. Con el aval de una lucrativa cartera de clientes forjada durante más de tres lustros, sus nuevos patrones la hicieron responsable para Europa del mercado estadounidense. Todo fue bien hasta que llegó un nuevo consejero delegado a Oppenheimer Europe, el italiano Massimiliano Max Lami, que se trajo como director general a Robert van den Bergh y fue fichando a una serie de brókeres de su confianza, todos varones. Según la versión de Isabel Sitz ante el tribunal de empleo, Lami y Van den Bergh fueron despojándola de su cartera de clientes para dársela a los colegas varones recién llegados.

Esa es una cuestión clave, porque al sueldo base de 90.000 libras (108.000 euros) de Sitz se añadían las comisiones por ventas, lo que disparaba sus ingresos a entre 300.000 y 360.000 euros. Sin esos clientes que ella había conseguido caían sus ingresos y su prestigio porque iba bajando peldaños en el escalafón de ventas.

Todo eso en un entorno de creciente machismo en una compañía que los propios brókeres llamaban en correos electrónicos “Bunga Bunga Securities”, en alusión a las fiestas con jóvenes prostitutas del entonces primer ministro italiano Silvio Berlusconi. En otro momento, siempre según la versión de Isabel, Van den Bergh le dijo que iba a transferir a otro colega las cuentas de ciertos clientes irlandeses porque pensaba que un hombre haría mejor el trabajo, porque lo importante con los irlandeses es “ir al rugby y beber cerveza”.

Durante dos años, la posición de Isabel Sitz se fue degradando en lo que ella veía como una deliberada campaña para acabar con ella por ser mujer. Llegaron entonces las noches de insomnio, la pérdida de confianza, los propósitos diarios de reconquistar el terreno perdido y encontrarse con el problema de hacer eso con solo tres clientes propios. En junio de 2011, Max Lami le anunció que debido a su bajo rendimiento le iban a bajar el salario: le pagarían el mínimo legal de entonces: 6,08 libras por hora (7,31 euros). Es decir, entre 15.000 y 20.000 euros al año. Ella pidió tiempo para pensárselo y un viernes de junio les dijo que la estaban discriminando por ser mujer. El lunes estaba despedida.

Les denunció por discriminación sexual y en noviembre ganó el caso en primera instancia.Ahora falta saber como Sitz es recompensada. Para el tribunal laboral, los dos puntos clave fueron que Oppenheimer Europe mintió al decir que había investigado adecuadamente su denuncia de discriminación sexual y, sobre todo, que la compañía no le ofreció a un colega varón el mismo castigo de reducir su salario básico al mínimo legal, sino que le amenazó con un recorte, pero no tan drástico. Los jueces vieron ahí la semilla de la discriminación. A Isabel Sitz le estaban haciendo la vida imposible por ser mujer. Y la City no ama a las mujeres.

Fuente: El País.

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