La emigración tiene muchas caras. Pocas son lindas. La mejor es la legendaria que nos muestra al emigrante que consigue una nueva patria.
Un lugar donde puede trabajar, en el que, ahora sí, vislumbra un futuro y en el que el presente se traduce en dinero que puede enviar a su familia y con el que, con el tiempo, puede traer a su gente para estar juntos otra vez.
En los últimos tiempos, incluso antes de la crisis, eso ya ocurría poco. Los países desarrollados se han ocupado en elaborar normas inmigratorias cada vez más severas. Algunas con un tufillo racista muy fuerte; tanto, que generan protestas internas pero a la vez y como contrapartida, también la aparición de grupos que han hecho de la discriminación su bandera. Muchas paredes de Madrid, en octubre pasado, amanecieron empapeladas con grandes pósters desde los que un llamado Frente Nacional clamaba: “Si eres español tú siempre primero”.
En Europa los ministros del ramo, sin excepción, manejan continuamente nuevas formas para tapar cualquier tipo de agujero en las fronteras. Se barajan ideas como la de comprometer a los países de origen en el control de la emigración: quizás pretendan que se transformen en cárceles —como Cuba— y no dejen salir libremente a la gente. Prosperan iniciativas aún más sofisticadas como la de la “emigración selectiva”, una de las peores formas de discriminación y de explotación y que muestra cuánto de falso hay en la inquietud y compromiso que se manifiesta desde el mundo desarrollado por el resto del planeta.
















