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Para la crisis española, derechos asistenciales, no caridad

Los profesionales de los servicios sociales públicos se lamentan con frecuencia de que este pilar del Estado de bienestar es la cenicienta entre los cuatro existentes -con las pensiones, la educación y la sanidad-. La crisis les está dando la razón con abundancia, porque justo en estos años en que se redoblan las carencias, los que temían pasan a ser pobres y los que ya lo eran cruzan la raya de la exclusión; en momentos en que el desempleo vacía la nevera y muestra su cara más amarga a los jóvenes que no completaron estudios; cuando las aguas se vuelven turbulentas en aquellos hogares reunidos de nuevo por el impago de hipotecas… Justo ahora, los servicios sociales están pasando más hambre que nadie.

«Se puede decir que los están dejando en los huesos, en su estructura más básica, y encima hay una tendencia a devolverlos al asistencialismo, más propio de la antigua beneficencia que de un derecho público consagrado», critica Ana Lima, presidenta del Consejo de Trabajadores Sociales.

Se refiere, por un lado a la escasez de presupuestos, los que destina el Gobierno han disminuido en nueve millones y los convenios que mantenían las comunidades y los Ayuntamientos con empresas para la atención de las muchas necesidades sociales «están reduciéndose o, directamente, no se renuevan», afirma Lima. «Es fácil que todo eso ocurra porque no hay una ley estatal, ni comunitarias, que los garantice: son solo convenios que se firman en épocas de vacas gordas, pero que se echan abajo en situación deficitaria», dice. En paralelo, asistimos a «una visión asistencialista, paliativa, un parcheo aquí y allá, donde surge la necesidad. Eso es más propio de la labor, encomiable, que desarrollan las organizaciones benéficas privadas, pero los servicios sociales son mucho más que eso», afirma Lima.

Para empezar, son un derecho, no una simple ayuda caritativa, por tanto, tratan de alejar el estigma de aquellos que solicitan este apoyo en momentos de carencias. Cuando Nuria (no quiere apellidos) decidió que la familia no debía seguir sosteniendo su precaria situación económica acudió a la asistente social en busca de una renta básica de inserción. «Al principio no me hacía mucha gracia, la verdad, me daba la impresión de que estaba pidiendo limosna, mendigando, pero pensé, -y mis hermanos me convencieron-, que si existían estos organismos, y si estaban para eso… Aunque bueno, sigue sin hacerme gracia, yo lo que quiero es trabajar y decir, ‘esto me lo he ganado’. Lo otro, quieras que no, me lo dan. Ya sé que también es con mis impuestos, pero…».

Los servicios sociales, además, abordan cada caso de una manera integral, o tratan de hacerlo. Conseguir una renta de inserción, que ronda entre 400 o 500 euros, según los casos y las comunidades autónomas, requiere algo más que pasar por una débil situación económica. «Mi hija y yo nos hemos comprometido a acudir a las oficinas de empleo siempre que nos llamen. Aunque ella está en la universidad, gracias a las becas, siempre puede trabajar en fines de semana o en vacaciones, algo que sea compatible con los estudios», dice esta zaragozana. Los servicios sociales le ayudan también a redactar currículos, preparar entrevistas de trabajo… «Y ahora, en septiembre, empezarán los cursillos formativos: puedo elegir, pero tengo que hacer alguno de ellos», señala.

Todas esas funciones de acompañamiento, análisis de la situación, relaciones con otros servicios, como el educativo, el de la vivienda, el sanitario, son parte de las tareas que desempeñan los trabajadores sociales. Dar solución completa a situaciones complicadas.

Están para ayudar a encontrar empleo, insistir en que los hijos deben estar escolarizados, negociar cambios de vida, buscar la mejor solución formativa, resolver convivencias conflictivas. «Eso no se puede despachar con una simple ayuda económica, ni montando un comedor social», dice Lima, por más que la situación de crisis requiera medidas de urgencia, que también hay que atender, incluso de forma prioritaria.

Las cifras indican, desde luego, que las necesidades, algunas primarias, están multiplicándose: la petición de una renta básica, como la que pidió Nuria a sus 54 años, separada, sin trabajo, se han incrementado más de un 30% y hay colas para solicitarlas. También las ayudas de emergencia, que se reciben de forma casi inmediata, se han elevado un 80% o más en algunos lugares. Prueba de todo ello es que el número de personas que se acercan a la ventanilla de los servicios sociales públicos en busca de apoyo, económico o de otra clase, creció un 36% en 2009, hasta alcanzar casi ocho millones de usuarios.

Que cientos de esos casos se estén derivando hacia ONG y organizaciones benéficas indica en qué condiciones están los servicios sociales, justo cuando más se necesitan. «La reducción del gasto público social está afectando negativamente al bienestar y la calidad de vida de grandes sectores de la ciudadanía. Estos recortes no pueden ser sustituidos por acciones benéficas de carácter caritativo. Estas organizaciones no tienen ni los recursos ni las infraestructuras para suplir los servicios públicos que están siendo eliminados. Es volver al siglo XIX, cuando ya estamos en el siglo XXI», critica Vicenç Navarro, catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra.

«Lo que es indignante es que se diga que España no tiene los fondos para mantener o incluso expandir el gasto público social cuando los datos muestran que el gasto público social es mucho más bajo que el que le corresponde por su nivel de riqueza económica. El PIB per cápita de España es el 94% del promedio de la UE de los 15. Y en cambio, el gasto público social por habitante es solo el 74% del promedio de esos países. Si fuera el 94% nos gastaríamos 66.000 millones de euros más de lo que nos gastamos en nuestro Estado de bienestar», explica Navarro. Cree que los recursos existen «pero el Estado no los recoge porque teme enfrentarse con los grupos financieros, económicos y clases sociales adineradas que no contribuyen a las arcas del Estado como lo hacen sus homólogos en la UE de los 15», critica.

«Desde luego, volver al asistencialismo no es la solución», comienza Miguel Laparra, profesor del departamento de Trabajo Social de la Universidad Pública de Navarra. Tampoco cree, a pesar de los negros datos que revelan los estudios que ha efectuado, que «la máxima prioridad sea todavía la comida». «Lo que sí está poniendo de manifiesto la crisis es la debilidad del sistema de garantía de ingresos. No hay garantías para esa gente que ya no cobra nada. Eso es lo que se tendría que hacer seriamente. Revisar las rentas de protección por desempleo, las no contributivas, y las rentas de garantías de inserción. Un sistema que cubra las necesidades por completo», afirma. Las comunidades autónomas, dice, han aumentado esas rentas, «pero partían de niveles de desprotección, que apenas cubrían nada. Si la gente tuviera esos mínimos garantizados, los servicios sociales podrían trabajar con más eficacia y tranquilidad. Además, encontrar vías para financiarlo no es difícil y es barato», asegura. Para Laparra, la forma más digna, de más calidad y menos estigmatizante es salvaguardar el capital humano. «Obligar a la gente a ir a un comedor social, sea de quién sea, siempre es un proceso de destrucción de la dignidad que pasa factura», dice.

Así lo cree la presidenta del Consejo de Trabajadores Sociales, Ana Lima, por eso lamenta que algunos Ayuntamientos crean que haciendo un comedor social pueden suplir la labor de los servicios sociales. «Pretender que un servicio público sea el que reparta comida es equivocarse. Nosotros damos bonos para que la compren en el supermercado, no se debe mandar a toda una familia, con hijos, a comer al comedor social. Colgarles la etiqueta de pobres, gratuitamente, solo porque hayan perdido el trabajo. Hay pobres, claro, en realidad hay varios perfiles, los comedores sociales tienen sus usuarios y los tendrán siempre».

Los que trabajan en las redes sociales tampoco creen que desmantelar los servicios sociales públicos conduciéndolos hacia tareas asistencialistas sea la solución. «El papel del tercer sector debe ser complementario, pero la responsabilidad pública es fundamental», dice el responsable de Estudios de Cáritas España, Francisco Lorenzo. «El objetivo de unos y de otros debe estar relacionado con la promoción, la conquista de la participación y el empoderamiento de estas personas, no solo con la subsistencia», asegura. Pero lo cierto es que tanto unos como otros están más dedicados a lo último, los primeros porque no dan abasto y por falta de presupuesto para otras tareas más de fondo, y los segundos porque están viendo como una avalancha de gente acaba en las organizaciones sociales derivadas de los servicios sociales públicos.

¿Justifica una situación de crisis, por más feroz que esta sea, el adelgazamiento de los servicios sociales o más bien debería ser al contrario?

«Para volver a la beneficencia, por más que alguien lo pretendiera, se necesitaría cambiar la Constitución. El artículo 1, el 10 y el 41 consagran la dignidad personal y la protección social de la ciudadanía como derecho fundamental. La beneficencia pública entra en contradicción con un Estado social de Derecho», dice Patrocinio de las Heras, que fue en los ochenta responsable de Acción Social, del Instituto Nacional de Acción Social y del Inserso. «En la crisis de 1973, la del petróleo, los trabajadores que se quedaban en paro adquirían su cartilla de beneficencia. Esas familias pasaban a ser pobres, si necesitaban sanidad iban a hospitales de caridad, los hijos a escuelas especiales, había orfanatos, los gitanos tenían sus escuelas en los poblados… Todo un sistema de caridad organizado para los menesterosos. Esa población quedaba en la marginación institucional. Había una cobertura social para los que trabajaban y tenían ingresos y la beneficencia pública para los pobres», recuerda De las Heras.

Para financiar toda aquella caridad del Estado no servían los impuestos, se recurría a las tómbolas, casas de juego, espectáculos variados, circo, toros, teatro, quinielas. Aquello se acabó. «El pacto social es sencillo, el ciudadano sostiene al Estado con sus impuestos, y el Estado prioriza y sostiene al ciudadano cuando tiene necesidad de educación, sanidad o de una renta básica. Si eso no se respeta se deslegitima el Estado, nos cargamos la democracia y el pacto social que la sustenta. El ciudadano debe saber que está protegido, que pagó impuestos para eso. Si se hunden las pensiones, para qué hemos pagado, se preguntarán. Y hay que pagar impuestos, si no con alegría, al menos con conciencia», afirma De las Heras.

A pesar de todo, los ciudadanos no tienen claro todavía que se puede acudir a los servicios sociales en caso de necesidad. «Muchos no los conocen tanto como debieran, el primer apoyo lo buscan en la familia», reconoce Ana Lima. Y aunque sepan de ellos, a muchos, como a Nuria, todavía les da vergüenza reclamar lo que les corresponde.

Fuente: Elpais.com
Por: Carmen Morán.
Publicada: 16 de agosto de 2011.

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