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La Responsabilidad Social Corporativa: Una estrategia de las grandes empresas para aumentar su negocio y desactivar las críticas

De la mano de las corporaciones transnacionales, las escuelas de negocios y las facultades de administración de empresas, en la última década se ha venido popularizando el que ya se ha convertido en el nuevo paradigma de comportamiento de las multinacionales en la era de la globalización: la Responsabilidad Social Corporativa (RSC).

Para estas corporaciones, una buena reputación corporativa y una imagen confiable son una forma de mejorar su prestigio y, de paso, desactivar las críticas de las organizaciones sociales que se oponen a sus actividades.

Mucho se ha venido hablando de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) en círculos académicos, institucionales y empresariales y, a pesar de todo, sigue existiendo un notable desconocimiento sobre su alcance real.

Y no es extraño viendo que, bajo el paraguas de la RSC, se han incluido un abanico de iniciativas que van desde las actividades sociales y culturales, los proyectos educativos y el marketing solidario hasta las obras de filantropía, las acciones de calidad interna de la empresa y los códigos de conducta.

Por eso, en España “el cuarto país del mundo donde se publican más informes anuales de RSC”, siete de cada diez ciudadanos no saben qué es ni qué significa todo esto de la Responsabilidad Social Corporativa [1].

Por no haber, ni siquiera hay acuerdo sobre el propio nombre: mientras hay quienes preferimos hablar de Responsabilidad Social Corporativa, por entender que ésta es una cuestión que atañe fundamentalmente a las grandes corporaciones, otros autores prefieren utilizar el término Responsabilidad Social Empresarial (RSE), ya que consideran que es aplicable a empresas de cualquier tamaño.

Algunos están proponiendo, incluso, eliminar el adjetivo de “social” con el que nació este concepto, para hacer más hincapié en que se trata asimismo de una cuestión económica: en este sentido, se habla ya de Responsabilidad Corporativa, y hasta llegan a apropiarse de la idea de “sostenibilidad”, “porque elimina los términos de social o de responsabilidad, que en algunos aspectos pueden llegar a preocupar a las empresas”, dice el director de un centro de estudios dedicado a la RSC [2].

En cualquier caso, más allá de la cuestión terminológica y de las diversas teorizaciones que van asociadas a la RSC, todas las partes coinciden en que es un nuevo paradigma de comportamiento de las grandes corporaciones, resultado de una adaptación empresarial a los cambios sociales surgidos en el marco de la globalización económica. Así pues, trascendiendo la retórica y las buenas intenciones que adornan la RSC, resulta imprescindible analizar qué supone este renovado modelo de gestión empresarial a la hora de consolidar y ampliar el poder económico de las empresas transnacionales. Porque, al final, la RSC no deja de ser sino un salto adelante en el modelo de relaciones entre las empresas y la sociedad, con el que poder promover -en palabras de Ban Ki-moon, actual Secretario General de Naciones Unidas- “una nueva constelación en la cooperación internacional: gobiernos, sociedad civil y sector privado trabajando juntos en pro de un bien colectivo mundial” [3].

De las buenas obras a la responsabilidad social

Los grandes empresarios siempre han querido ser bien considerados por las sociedades en las que desarrollan sus negocios. Por eso, desde finales del siglo XIX, cuando se estaba empezando a cuestionar su papel en el desarrollo industrial del capitalismo, popularizaron las buenas obras, la caridad y la filantropía, que son los antecedentes de lo que hoy es la RSC. Ahora que, como tal, esta idea no fue propuesta hasta entrados los años cincuenta del siglo pasado.

Y es que en esa época, como consecuencia del aumento del poder de las empresas transnacionales en el marco de su expansión por todo el globo, se dio inicio a un debate -que llegó a ser muy intenso en los años setenta- acerca de si debería existir una responsabilidad social que fuera asumida de forma voluntaria por las corporaciones y sobre cuál debería ser el papel de los gobiernos al respecto.

No podemos olvidar que precisamente en aquellos años se estaba poniendo en discusión la posibilidad de instaurar unas normas internacionales que regulasen las operaciones de las empresas transnacionales. “Estamos ante un conflicto frontal entre las grandes corporaciones transnacionales y los Estados”, dijo Salvador Allende en un histórico discurso ante la Asamblea General de la ONU a finales de 1972: “Éstos aparecen interferidos en sus decisiones políticas, económicas y militares por organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que no están fiscalizadas por ningún parlamento”.

Pero, mientras iba ganando enteros la conciencia crítica sobre las actividades de estas grandes corporaciones en ello tuvieron mucho que ver las campañas y denuncias contra empresas como, por ejemplo, Nestlé, Nike, McDonald’s y Shell, así como los escándalos financieros y los desastres ambientales en que se vieron envueltas muchas otras compañías, a lo largo de los años ochenta y, sobre todo, de los noventa, se fue desactivando la posibilidad de exigir unas normas internacionales vinculantes al respecto en el seno de la ONU. Y, al mismo tiempo, a la vez que se impedía la aprobación de un código externo obligatorio para estas compañías, iba ganando peso el discurso de la RSC.

Finalmente, toda esta evolución desde la lógica de la obligatoriedad hacia la filosofía de la voluntariedad se completó con la puesta en marcha del Global Compact (Pacto Mundial): una propuesta internacional impulsada hace una década por Kofi Annan para tejer una “alianza creativa entre Naciones Unidas y el sector privado” que sirviera para “dar una cara humana al mercado global” [4], que fue el aldabonazo definitivo para impulsar a nivel mundial el paradigma de la RSC y para vender la idea de que las empresas transnacionales son parte de la solución y no del problema.

Con la autorregulación como principio

El Libro Verde de la Comisión Europea recoge la que es, por el momento, la definición más aceptada de la RSC: “es la integración voluntaria, por parte de las empresas, de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales y sus relaciones con sus interlocutores” [5]. Queda claro, por tanto, cuál es elemento central de esta idea: el principio de voluntariedad. Y es que todas las iniciativas enmarcadas en la RSC se caracterizan por ser voluntarias y unilaterales, además de carecer de exigibilidad jurídica.

Al considerar la autorregulación como el fundamento de la responsabilidad social de las grandes corporaciones, no se incluye un verdadero mecanismo de supervisión y evaluación del cumplimiento de las políticas de RSC: son las propias empresas transnacionales las que proponen los códigos de conducta que van a firmar, dicen cuándo los van a cumplir si es que lo hacen y cómo se va a evaluar todo ello.

Pero, naturalmente, no resulta justo que las multinacionales puedan ver cómo sus derechos se protegen mediante cientos de convenios, tratados y acuerdos comerciales que conforman lo que se ha dado en llamar la lex mercatoria, mientras gran parte de sus obligaciones quedan en manos de la ética y la buena voluntad [6].

Además, aunque en la citada definición también se aduce que “ser socialmente responsable no significa solamente cumplir plenamente las obligaciones jurídicas, sino también ir más allá de su cumplimiento”, esa especie de plus normativo que supone la RSC no encuentra reflejo en la legislación societaria, donde debería indicarse la negativa a participar y financiar proyectos con impactos medioambientales o sobre los derechos humanos, por ejemplo.

Hasta el propio Parlamento Europeo ha tenido que poner en cuestión este punto al mantener, en una reciente resolución, que “el concepto de ‘ir más allá del cumplimiento’ permite a algunas empresas afirmar que dan pruebas de responsabilidad social a la vez que violan la legislación local o internacional” [7].

Y es que lo que realmente deberían hacer las compañías multinacionales es respetar las legislaciones nacionales de los países receptores y las normas internacionales que les afectan directamente y que los Estados, en muchas ocasiones, no les obligan a cumplir. Por su parte, los Estados donde tienen su sede las empresas matrices tendrían que garantizar que las multinacionales no cometieran abusos ni dentro ni fuera de su territorio. De no hacerse así, al final, la RSC acabará siendo utilizada por las empresas como una alternativa a la reglamentación e intervención de los gobiernos con respecto a sus responsabilidades y actividades.

Una cuestión de imagen…

Es un hecho que, en los últimos tiempos, a la par que ha ido cambiando la posición de las empresas en la economía global, se han venido modificando las formas de relación de la sociedad con las compañías multinacionales. En este sentido, en el ámbito del management y la dirección de empresas ya apenas se cuestiona que, para favorecer su propio interés, una empresa responsable debe interactuar con todos los actores presentes en las sociedades en las que opera.

Es el modelo de los grupos de interés (o stakeholders), que son definidos como “cualquier grupo o individuo que puede afectar o ser afectado por la consecución de los objetivos de la empresa” [8]. Así, a aquellos colectivos que ya formaban parte del núcleo de gestión empresarial empleados, accionistas y propietarios se les van sumando otros actores sociales que, desde el punto de vista de las corporaciones privadas, también son “grupos de interés”: clientes, proveedores, comunidades locales, gobiernos, sindicatos y ONG.

Ahora bien, después de asistir a una década de desarrollo de la RSC, podríamos afirmar que ha predominado el uso recurrente de las buenas palabras y de la retórica que, más allá de su utilización en las estrategias de comunicación y marketing, ha tenido una escasa aplicación práctica en la gestión empresarial. En efecto, las compañías multinacionales no han tratado tanto de cambiar las prácticas empresariales como de modificar la forma en que éstas son percibidas por la sociedad: como reconoce el director de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre, “en el fondo, buena parte de lo que se oye [en RSC] tiene su raíz en ese propósito cosmético que siempre nos acompaña en la empresa” [9].

De este modo, no resulta sorprendente que muchas compañías que en el pasado han sido duramente criticadas por sus actividades tengan ahora programas de RSC precisamente en las áreas en que tuvieron problemas: Nike ha puesto en marcha una fundación para evitar la discriminación laboral con las mujeres, Shell tiene un programa de Energía Responsable, Wal-Mart ha creado una fundación para devolver parte de sus ingresos a la comunidad y McDonald’s está desarrollando campañas para concienciar sobre la alimentación sana.

En el modelo actual de consumo en el que se insertan, las empresas multinacionales han apostado por sacarle más partido a los valores intangibles. Para ello, se han ido deshaciendo de las formas de producción clásica y, a la vez, han perfeccionado y reforzado sus técnicas de comunicación exterior e interior [10].

Así, es justamente en los sectores con un elevado riesgo de reputación corporativa donde más han avanzado las políticas de RSC. Como en el terreno laboral, en el que la flexibilidad y la externalización de gran parte de la producción de las empresas transnacionales han generado una pérdida del control normativo y de la acción social, lo que ha derivado en la generalización de los códigos de conducta como una forma atípica de regulación de las relaciones laborales [11].

Y algo similar ha tenido lugar en la esfera medioambiental, en la que la utilización de este tipo de mecanismos basados en la voluntariedad y en la autorregulación ha provocado un intenso debate en torno a las funciones del Estado y del mercado en la gestión ambiental [12].

… y de interés por la rentabilidad del negocio

Más recientemente, para avanzar en la concreción de la RSC, se ha trasladado el grueso de la justificación desde la ética a la rentabilidad. Eso sí, la traducción de la RSC en medidas concretas no podrá sonarnos demasiado extraña: “Si no somos capaces de vincular la RSC a la fidelización de los clientes, a la maximización de los ingresos y a la reducción de los costes, creo que no seremos una figura central ni nuclear en la gestión de las compañías”, dice el director de Reputación Corporativa de Telefónica [13].

En las nuevas teorías empresariales, la cuestión central es buscar la armonía entre el corto y el medio plazo, o sea, entre el retorno económico inmediato y la creación de valor. Así pues, a la máxima del aumento del beneficio a corto plazo ahora se le añade una variable ética, pero queda claro que todo esto se quedaría en nada si no sirviera para contribuir al lucro de las corporaciones.

Es innegable que, para las empresas transnacionales, una buena reputación corporativa y una imagen confiable son una forma de mejorar su prestigio y, de paso, desactivar las críticas de las organizaciones sociales que se oponen a sus actividades.

Pero es que, además, las grandes compañías han visto que el paradigma de la Responsabilidad Social Corporativa se presenta como la mejor solución para garantizar la sostenibilidad del negocio, explorar diferentes opciones de rentabilidad y crear relaciones productivas con las comunidades, gobiernos y, en general, con todos los grupos de interés.

En el capitalismo inclusivo, muchos sectores de la sociedad que hasta hace poco eran considerados como un impedimento para la expansión de las grandes empresas ahora son el público objetivo para líneas de negocio que se incluyen bajo el paraguas de la RSC. Y, como las multinacionales pretenden ampliar su margen de participación en nuevos nichos de mercado y, para ello, necesitan ganar peso en legitimación social, están desarrollando las alianzas público-privadas: una forma de hacer negocios en la que las empresas transnacionales van de la mano de las administraciones públicas y las ONG [14].

En el contexto actual, como se puede ver, por ejemplo, al analizar diferentes casos de programas de RSC de las multinacionales españolas en América Latina, la RSC se convierte en una oportuna estrategia para continuar con el fomento de la tercerización, reducir la actividad del Estado en la economía, abaratar sus operaciones, contribuir a la apertura de novedosas líneas de negocio y adentrarse en otros mercados.

No se trata de poner en duda que, tomados de forma descontextualizada y sin entrar a analizar las causas de las desigualdades, algunos de los programas de RSC puedan suponer avances puntuales y contribuir a paliar algunas situaciones extremas: lo que aquí queremos poner de manifiesto es que la RSC se constituye como una compleja estrategia global de las empresas transnacionales que, en este momento del desarrollo capitalista, no hace sino transformar las buenas intenciones en un producto al servicio del negocio de la responsabilidad.

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