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Comercio justo… pero ¿cuánto?

La necesidad de lograr los favores de un consumidor cada vez más concienciado, tarea diaria de cualquier empresa que se precie, ha convertido a las referencias a lo ecológico, lo solidario y lo alternativo en esfuerzos publicitarios cotidianos. Son valores que, según los expertos, inclinan las decisiones de compra de grupos de población que no dejan de crecer. Sin embargo, si hay un tipo de venta que apela a la responsabilidad del cliente, cuyo objetivo principal es –más allá de su satisfacción y de la mera obtención de beneficios económicos– fomentar el desarrollo de comunidades de campesinos y artesanos, ésta es la que ofrece el comercio justo, un fenómeno que se consolida en nuestro país.

Buena parte de las organizaciones implicadas en esta práctica apuesta por comercializar sus productos en circuitos de distribución convencionales y masivos con el fin de que puedan llegar al mayor número posible de personas. Otras, en cambio, consideran preferible que se vendan exclusivamente en tiendas especializadas para evitar su coexistencia con el modelo de consumo habitual. El debate está abierto en la Coordinadora Estatal de Comercio Justo (CECJ) aunque todos tiene claro, como asevera el director del departamento de Comercio Justo de Intermón Oxfam, Rafael Sanchís, que, lejos de “comprar para vender”, su misión se centra en “vender para comprar”. “Más que los consumidores, en el núcleo de nuestra inversión están los proveedores, buscamos solventar sus necesidades”.

Pero, ¿cómo garantiza este sistema la justicia que proclama? Existen varias vías, una de las principales el etiquetado que otorga Fair Labeling Organization (FLO), colectivo que integra a redes de productores de América Latina, Asia y África y al que pertenece la española asociación del Sello de Productos de Comercio Justo, creada en 2005. Una de sus razones de ser consiste en ‘extender’ la iniciativa a todo tipo de puntos de venta.

Esta institución establece estándares de precios para diferentes artículos –19 gamas en total, por el momento– en función del área geográfica y de la realidad socioeconómica imperante en las regiones donde se elaboran –con el objetivo de no desvirtuar el mercado local– que, en general, están por encima de su valor en el mercado. Así, el importe mínimo exigido siempre ha de permitir cubrir los costes de una producción sostenible, explica Sanchís.

Tomemos como ejemplo el café, que está detrás de una de cada tres ventas de comercio justo en España desde el año 2000. El precio –en función de las diferentes variedades– que uno de estos exportadores abona a un productor es superior al acordado por la International Coffee Organization. Y, además, los estándares del sello tienen en cuenta los sistemas de procesamiento y las condiciones de pago.

Así, incluyen un prefinanciamiento de hasta el 60% del valor disponible del contrato –imprescindible a menudo de cara a permitir la inversión que supone la próxima cosecha– y, frente a la habitual fluctuación de precios, ofrecen estabilidad a los vendedores en sus compras con el objetivo de que, gracias a ingresos estables, puedan avanzar. “Los resultados son muy positivos en términos sociológicos”, expresa el director de la asociación del Sello, Pablo Cabrera.

Además, si se produjeran circunstancias –escasez, retracción de la oferta…– que llevaran a que el precio ‘oficial’ estuviera por encima del de FLO, los cultivadores recibirían cinco centavos de dólar sobre esa cifra, comenta Sanchís. Lo acostumbrado es mantener una diferencia mínima del 5% respecto al valor de mercado. En la determinación de los importes la prioridad es que esa remuneración asegure a una familia normal con una superficie de terrenos promedio “salir adelante” y tener cubierta “su supervivencia pero también sus gastos escolares y médicos”, abunda el responsable de Intermón Oxfam.

El cumplimiento de estas condiciones se garantiza mediante una auditoría independiente que también controla las buenas prácticas de la llamada prima social. Porque, a mayores de lo abonado por el producto, el adquirente paga un canon que la comunidad o el grupo de vendedores ha de dedicar –tras una decisión democrática– a proyectos sociales. Normalmente va a parar a la construcción de escuelas, letrinas o pozos. Volviendo al café, en su caso son cinco centavos de dólar por libra comprada lo que está obligada a asumir la empresa u organización exportadora.

Con el resto de artículos –la asociación del Sello espera añadir más a un abanico al que acaban de incorporarse las legumbres y el oro– el protocolo es similar. En función de las gamas y las calidades de la mercancía o del lugar donde se concierta la entrega, los precios determinados son diferentes. El colectivo se encarga de poner en contacto a los productores con las compañías que lo soliciten, que se comprometen a pagar los precios determinados por FLO y desembolsan las correspondientes cuotas de alta, licencia y registro en la auditoría que controlará el cumplimiento del proceso.

En España, el volumen de ventas de productos con esta certificación ha crecido un 40% en 2008 y su distribución “se va equilibrando”, apunta Cabrera, entre ONGs y empresas. En el caso de los compuestos, al menos el 50% de sus ingredientes ha de provenir de un proveedor certificado para poder obtener la etiqueta. Y hay que tener en cuenta que, en ocasiones, la transformación de la materia prima se realiza en el norte.

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