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Noticias3er SectorMatices: Judith Sacal

Matices: Judith Sacal

1maticTestimoniales de mujeres victoriosas del cáncer de mama

Hace poco más de tres años me sometí a una cirugía plástica del busto. La intensión de ésta era aprovechar la estética para remover tejido fribroquístico que tenía en los laterales de ambos senos, ya que me provocaban dolor e inflamación. Aparentemente la cirugía resultó todo un éxito, y el médico me informó que, por rutina, me habían extirpado una bolita de cada lado del tejido y las habían enviado a Patología.

Una semana más tarde visité al médico para revisión, y él me recibió con una noticia que de momento no alcancé a comprender: “Te sacaste la lotería sin haber comprado boleto». Yo no entendí lo que el médico quería decirme con esta frase, y cuando pregunté por qué, su respuesta me dejó helada, sin habla, completamente paralizada. Una de las bolitas que extirparon del tejido había resultado maligna, era un tumor canceroso.

Tardé en reaccionar frente al diagnóstico. ¿Cómo que tenía cáncer? Cuando decidí operarme, lo menos que imaginé era obtener un resultado de esta naturaleza. A pesar de que el médico me informó que el tumor era de pequeño diámetro y en etapa temprana, la noticia me quitó la respiración.

En ese momento sólo mi marido y yo sabíamos lo que estaba sucediendo, y decidimos actuar de inmediato. Nos comunicamos con el oncólogo, bueno, mi marido con él porque yo no acertaba a decir palabra, y nos citó al día siguiente, muy temprano.

No pude cerrar los ojos en toda la noche. Necesitaba estar frente al experto lo antes posible, quería que me explicara qué iba a suceder conmigo, con mi cuerpo, con mi vida. Finalmente amaneció y nos presentamos con el oncólogo. Él me explicó que un tumor canceroso y que, efectivamente, “me había sacado la lotería sin comprar boleto”. De no ser por esa cirugía, difícilmente, una mastografía o un ultrasonido de mama lo hubieran detectado tan a tiempo.

Mis 33 años, mis hijos, mi actividad deportiva, eran características que hacían poco probable la aparición de un cáncer de mama. Quizá tres o cuatro años más tarde lo hubiesen descubierto, pero qué en sabe es qué condiciones.

La plática con el oncólogo me tranquilizó un poco, pero la sensación de pánico desapareció. Me realicé de inmediato todo tipo de estudios para verificar si no existía algún otro tumor en mi cuerpo. Afortunadamente todo salió limpio, pero tuve que someterme a otro cirugía para extraer los ganglios de la axila. Sólo con recordar lo vuelvo a vivir, nunca había tenido tanto miedo en mi vida, nunca me había sentido tan asustada.

Creo que hubo varios momentos en que el miedo que empujó a buscar respuestas que me explicaran lo que estaba pasando. Por eso, hasta llegué a meterme al laboratorio para hablar personalmente con el patólogo, y ahí llegó la primera lección. Tenía que aprender a recibir ayuda, aprender a confiar n alguien para poner mi vida en sus manos, fortalecer mi fe… En pocas palabras: tenía que ser humilde y aceptar que yo sola no podía con todo.

Me operaron de nuevo, y por prevención también me sometí a radioterapias durante cinco semanas.

Poco a poco y ante los comentarios médicos que señalaban una y otra vez lo afortunada que había sido, comencé a tomar conciencia del milagro que había experimentado. Desde la decisión de someterme a la cirugía estética, el que el cirujano hubiera removido el tumor completo, el haber encontrado excelentes médicos. Mi personalidad estricta y exigente iba cambiando ante las circunstancias de la vida… Iba a luchar, pero no sola, iba a caminar guiada por la fe.

Pocas cosas recuerdo con claridad. Una de ella es la sensación de pánico, otra la aceptación del cáncer que había estado en mi cuerpo. Fue una sacudida a mi existencia, mi vida entera se reducía a un instante en el que lo único que podía terminar así, que tenía un esposo, unos hijos a los que adoro y muchos planes aún por realizar. Pero me sentía tan frágil, tan vulnerable…todo parecía tan enfermero. Y precisamente ahí aprendí mi segunda lección: Me había dado cuenta que era mortal, que no podía tener el control de mi existencia. La muerte existía a pesar de mí, a pesar de mis planes, a pesar de mí, a pesar de mis planes, a pesar de todo, es lo único de lo que estamos seguros todos. La importancia que esto me generó fue grande y dura de combatir.

Mi existencia dio un giro enorme, a partir de ese momento empecé a ver la vida como “el antes y el después”. No me cuestioné el por qué a mí, no tenía derecho a hacerlo después del milagro que Dios me había mandado. Fui aceptando mi nueva realidad.

Recuerdo que en esa etapa alguien me dijo: “En esta vida estamos para aprender, nunca vas a vivir una situación que no seas capaz de superar”, y creo que tenía razón.

El respaldo de mi esposo fue mi mejor compañía. mis hijos, aunque no manejaban en ese entonces la palabra cáncer, sabían que su mamá tenía una “bolita mala” y debía someterse a un tratamiento.

A nivel familiar, sentía un peso extra. Para mis tres hermanas y para mis papás, yo siempre había sido una mujer fuerte, emprendedora, decidida. En ese momento esa imagen era una gran responsabilidad. Yo no podía fallarles ni a ellos, ni a mi esposo, ni a mis hijos.

Tenía un reto que cumplir, y aunque había factores que no dependían de mí, yo estaba lista para vencer los obstáculos. La única que podía asumir la situación era yo, nadie más.

No es que yo crea en las casualidades, ni en las causalidades, pero mi experiencia tuvo una especie de correspondencia con mi papá. A él le había dado cáncer de próstata hacía seis años y tuvo reincidencia seis meses antes de que a mí me descubrieran el cáncer de mama. Para entonces se fue fuera de México a recibir su tratamiento de radioterapia. Yo tenía planes de viajar a donde él estaba para acompañarlo, para cuidarlo, pero cuando lo fui a alcanzar, irónicamente fue para comunicarle que me habían extirpado un tumor maligno, que al igual que él, yo también padecía cáncer. Él me dijo: “Hija, tu eres muy luchona y vas a salir adelante. Sólo quiero que pidas una segunda opinión aquí”.

Y así lo hice, pero decidí tratarme en México. Mi oncólogo aquí me inspiraba mucha confianza; sentí que Dios me lo había puesto en el camino y no debía darle la espalda. Además, aquí estaban mi esposo, mis hijos, mi vida entera. No tenía nada que hacer lejos de ellos. Así que regresé, y al mismo tiempo que mi papá recibía sus radioterapias en Estados Unidos, yo las recibía aquí.

Mi esposo me acompañó a todas las sesiones de radioterapia. Al salir del hospital me llevaba a la universidad, pues cursaba el sexto semestre de la licenciatura en Historia de Arte. Luego hacía mi vida normalmente, a veces con una gran fatiga y otras con una leve depresión. La vida continuaba, nada se detenía porque yo había tenido cáncer.

Finalmente terminé el tratamiento y ya estaba en vías de recuperación, pero mi papá no corría con la misma suerte que yo. Tuvo que quedarse varios meses más fuera de México. Mientras yo mejoraba, la situación de mi papá empeoraba a pasos agigantados, así que decidimos traerlo de regreso a su país, a su casa, a su hogar. Entre mis hermanas y yo nos encargábamos de prepararle todo el equipo médico para que lo atendieran adecuadamente. Ahora también necesitaba quimioterapia, y su salud empezó a mermar con una neumonía.

Quizá mi propia experiencia con el cáncer me ayudó a entender la situación por la que atravesaba mi papá. Poco a poco conocía a más médicos, entendía perfectamente los términos que usaban, pero sobre todo podía hacer empatía con él.

Yo tomé la decisión de luchar, él había tomado la decisión de ya no oponer resistencia ante su desgastada situación. Me dolía terriblemente, pero tenía que respetarlo. Él se había vivido en carne propia lo que significaba el ser frágil y vulnerable, por eso ya no cuestionaba tanto a los demás, ahora podía ver las cosas en su justa dimensión.

Tenía la esperanza de que mi papá se recuperara de nuevo, pero las cosas no suceden sólo por desearlas. Mi papá murió y su pérdida me sigue causando dolor. Estábamos tan unidos, sobre todo en esta última etapa de su vida, que su adiós me dejo una enorme tristeza. Con su partida me di cuenta que cada quien tiene un proyecto de vida y también una manera distinta de asumirlo, cada uno tiene la libertad para decidir.

Aprendí a valorar la salud, el despertar en mi cama junto a mi esposo y no en una cama de hospital, el saber que estoy aquí, que sigo aquí, y aunque en ocasiones siento que me he vuelto demasiado relajada, estoy convencida de que es mejor vivir así.

Fundación Cim*ab

Fuente: Matices. 27 testimonios de sobrevivientes de cáncer de mama; Lindero Ediciones, 2003. p140-142

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