El colapso climático es una preocupación legítima y urgente, con impactos que ya se sienten en todo el mundo. Sin embargo, hay otra amenaza de origen humano que podría extinguir no solo a la civilización, sino a gran parte de la vida en la Tierra: la guerra nuclear.
Mark Lynas, reconocido divulgador científico y defensor climático, advierte que hemos subestimado las consecuencias de una guerra nuclear, las cuales podrían ser mucho más devastadoras e inmediatas que cualquier escenario climático. Su reciente investigación sugiere que esta amenaza no solo es real, sino inminente.
Más allá del apocalipsis climático
A diferencia del cambio climático, cuyas consecuencias se extienden en el tiempo y permiten medidas de mitigación o adaptación, las consecuencias de una guerra nuclear ocurren en cuestión de horas. Las explosiones y los incendios iniciales provocarían la muerte instantánea de cientos de millones de personas.
Pero el mayor impacto no vendría solo de la destrucción directa. La nube de hollín generada por ciudades en llamas bloquearía la luz solar durante años, deteniendo la fotosíntesis y colapsando la producción de alimentos. Lo que sigue es un invierno nuclear: un periodo de oscuridad y frío global que haría inviable la vida humana.
Lynas compara este escenario con la extinción del Cretácico causada por un cometa. La diferencia es que, esta vez, el cataclismo sería completamente autoinfligido.
Un riesgo que ha vuelto al radar
Durante décadas, la amenaza nuclear parecía cosa del pasado. Sin embargo, la invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022 reactivó las alarmas globales. En ese contexto, Lynas retomó el tema y se encontró con datos aún más inquietantes.
Los arsenales nucleares de Estados Unidos y Rusia suman alrededor de 12,000 armas. Alrededor de 4,000 de ellas están listas para un ataque inmediato, listas para ser lanzadas en minutos. Las consecuencias de una guerra nuclear bajo ese contexto serían globales, incluso si el conflicto se iniciara de forma localizada.
Nuevos modelos climáticos, similares a los usados para estudiar el cambio climático, ahora se aplican al análisis de escenarios nucleares. Y los resultados son, como dice Lynas, “más aterradores de lo que imaginamos”.

El factor humano: error, política y ego
Una de las razones por las que las consecuencias de una guerra nuclear son tan temidas es la posibilidad de un error humano. Doctrinas de primer ataque, sistemas automatizados como el “Dead Hand” ruso y decisiones que deben tomarse en seis minutos dejan demasiado margen al desastre.
La historia reciente muestra que no es descabellado pensar en la activación de estas armas. Ya ocurrió en Hiroshima y Nagasaki, y desde entonces ha habido varios “accidentes evitados por segundos”. Las decisiones no siempre se toman con base en evidencia clara, sino en percepciones, tensiones y, a veces, errores técnicos.
Además, con líderes autoritarios o impulsivos al frente de potencias nucleares, el riesgo se multiplica. El ego, la ideología y la falta de transparencia pueden detonar una catástrofe global.
¿Qué hacer frente a un escenario tan sombrío?
Lynas sostiene que no hay forma de adaptarse a un invierno nuclear. Sin embargo, sí hay formas de evitar que ocurra. Una de ellas es romper el silencio: hablar del tema, investigarlo y posicionarlo como una prioridad política, al igual que el cambio climático.
Sugiere renovar el movimiento antinuclear con una base política más amplia. Un activismo moderno debe incluir voces del centro y la derecha para tener legitimidad y fuerza de acción. De lo contrario, el esfuerzo seguirá siendo marginal.
También propone medidas controversiales pero claras: sancionar a líderes de estados nucleares como potenciales criminales de guerra. Así, se enviaría un mensaje contundente sobre la ilegitimidad moral del uso y amenaza de estas armas.
Energía nuclear y activismo pragmático
A diferencia de otros activistas, Lynas no demoniza toda la tecnología nuclear. Al contrario, cree que la energía nuclear puede ser una aliada en la lucha contra el cambio climático por su bajo impacto en carbono.
En ese sentido, su postura es pragmática: eliminar las armas, pero no la ciencia detrás de ellas. Apuesta por una gobernanza global del átomo que separe los usos civiles de los militares.
También ve valor en actores inesperados. Recuerda cómo Ronald Reagan impulsó el desarme con la URSS, y cómo figuras impredecibles como Donald Trump podrían, por motivos geopolíticos o personales, facilitar un acercamiento que otros líderes no se atreverían a promover.

Las consecuencias de una guerra nuclear son tan extremas que deberían movilizar a toda la humanidad, más allá de ideologías y fronteras. A diferencia del cambio climático, no hay tiempo para adaptarse, ni margen para errores.
Ignorar esta amenaza no la hace menos real. Por el contrario, nuestro silencio la alimenta. Si la comunidad internacional y los movimientos sociales quieren proteger el futuro del planeta, deben incluir la abolición del armamento nuclear como causa urgente y prioritaria.
Porque no hay sostenibilidad posible en un mundo que puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.