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Matices: Cristina García

cristinaTestimoniales de mujeres victoriosas del cáncer de mama

Como cada año, me encontraba en el consultorio de mi ginecólogo, en una revisión de rutina, cuando una bolita en el pezón derecho llamó nuestra atención. Me realicé entonces una mastografía y un ultrasonido de mama. Estaba asustada, pero los resultados aseguraron que se trataba de un fibroma sin importancia, y se aconsejaba repetir el estudio un año después. El ginecólogo estuvo de acuerdo y me pidió que olvidara el asunto, que nos volviéramos a ver el año siguiente.

Diez meses después estaba de viaje con mi marido y mis hijas, y una bolita en la axila derecha empezó a incomodarme. No me gustó esa extraña presencia y decidí ir a ver al ginecólogo en cuanto volviera a México. Pedí la cita al regresar y sólo con mi amiga Martha comenté mis temores. Escribíamos los primeros capítulos de nuestra telenovela Bajo la misma piel, donde hay un personaje que vive una reincidencia de cáncer; y le comenté: «Amiga… me late que esta bolita es cáncer». Ella de inmediato trató de disipar mis temores, pero mi intuición no me falló. Ese «fibroma sin importancia», se había convertido en un tumor canceroso con metástasis en los ganglios. No cumplía los 40 años aún y la noticia ya marcaba un paraguas en mi vida. Creí que apenas estaba en la mitad de mi existencia, pero la palabra «cáncer» había cambiado mis expectativas.

La vida me había preparado con el tema de cáncer de mamá. En la telenovela anterior, Tres mujeres, Martha y yo decidimos escribir sobre esta enfermedad como uno de los riesgos de ser mujer. Por azares del destino yo tuve a cargo la investigación. Estuve cerca de pacientes, de familiares y de médicos involucrados con el tema para poder mostrar una visión más clara sobre esta enfermedad, sin imaginar que más tarde yo sería víctima de ese mismo mal. En esta investigación había aprendido que el cáncer de mama actualmente es curable si la detección es a tiempo. Mi angustia era si mi cáncer no había sido descubierto en una etapa tardía.

Ese mismo día tuve el primer mensaje de que Dios no me había abandonado. En el trayecto al hospital para hacerme los análisis, le comenté a mi marido que si tenía cáncer quería tratarme en México, cerca de mis hijas, de mi familia, de mis amigos y que quería que el Doctor Allan Legaspi me atendiera. Allan es un oncólogo amigo de la familia al que no frecuentábamos mucho, pero con el que había cariño y confianza. La casualidad -o la causalidad- de la vida hicieron que al llegar a Rayos X del hospital me encontrara precisamente con él, y le pedí que revisara mis estudios. Me dijo que me tenía que someter a una vasectomía radical lo antes posible y me ofreció la posibilidad de hacerme una cirugía reconstructiva al mismo tiempo. Fui a ver enseguida al cirujano, el doctor Martín Manzo, quien me simpatizó de inmediato, y le pusimos fecha a la cirugía.

Mi marido había recibido la noticia conmigo, pero ¿cómo se lo iba a decir a mis hijas, a mis papás, a mis hermanos? Creo que fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. Sabía que la sola palabra «cáncer» paralizaba y congelaba, al menos momentáneamente, las emociones. Todos tenían la esperanza de que hubiera un error en el diagnóstico, que el tumor fuera benigno y que de un gran susto no pasaría. Sólo los médicos y yo sabíamos que eso no era verdad, que el «fibroma sin importancia» se había ramificado aceleradamente en una metástasis y que estábamos frente a un cáncer muy agresivo.

Esa noche, esa en que recibí la noticia, no pude conciliar el sueño. Había demasiadas ideas desacomodadas en mi cabeza como para dormir. Lo único que recuerdo con claridad es que saqué un cuaderno y me puse a escribir todo lo que sentía. Mi sensación era que me habían declarado la guerra, que ahora era prisionera en un campo de concentración en mi propio cuerpo y que tenía que luchar y convertirme en una gran guerrera para sobrevivir y salir victoriosa. Vislumbraba una figura flaca, desgarbada, pálida, con un pañuelo en la cabeza para ocultar la falta de pelo, sin más ilusiones que ganarle esta batalla a la vida. Pero me juré que no sería una presa fácil para esta maldita enfermedad.

Todo estaba listo para la cirugía, todo menos las emociones y la aceptación. La más pequeña de mis hijas me dijo: «Ma… sé que mañana te operan, pero quiero que me prometas que no te vas a morir». ¡Cómo hacer algo que no dependía de mí! Sólo pude prometerle que haría todo lo que estuviera en mis manos para curarme.

Llegó el día de la cirugía, me quitaron todo el pecho derecho pero no pudieron reconstruirlo. Habían cortado demasiado y la piel no alcanzaba a envolver la prótesis. Así que, en su lugar, el cirujano colocó un expansor, una especie de bolsa que inflaría poco a poco para que la piel pudiera dar de sí y así poder realizar la cirugía reconstructiva antes de comenzar el tratamiento de quimioterapia. Había aceptado con dignidad mi realidad, no la podía cambiar, eso era lo que me había tocado vivir. Fue tan grande el impacto que no había tenido tiempo ni de enojarme, ni de cuestionarme el «por qué» o el «para qué» me estaba sucediendo todo esto.

Con el pasar de los días las cosas se fueron acomodando, mis hijas, mi marido, mi familia y mis amigos empezaron a aceptar mi nueva condición. El regalo del cariño, la preocupación, la compañía, la solidaridad de tanta gente, de tantos amigos, de tantos quereres fueron maravillosos. Quizá ninguno de ellos imagine lo importantes y valiosos que fueron para mí sus llamadas, sus flores, sus cartas, sus miaus, su presencia… De verdad, las demostraciones de amor fueron un regalo maravilloso e insustituible.

Una mañana llegó a mi casa Betty, llegó como el ángel de la guarda que hacía muchos años que no me visitaba, y no se fue hasta haberme convencido de ir a pedir una segunda opinión sobre mi tratamiento. Ella era una sobreviviente del cáncer de mama y había obtenido muy buenos resultados con un nuevo tratamiento que el doctor George Blumenschein había puesto en marcha. Viajé a Dallas para ver al doctor Blumenschein y me propuso un nuevo esquema de quimioterapias, un tratamiento dos o tres veces más fuerte que el que me habían propuesto en México pero con un 91 por ciento de no reincidencia. Sin embargo, puso sus condiciones: podría realizarme el tratamiento en México bajo su supervisión, pero tenía que retirarme el expansor del pecho. Yo no estaba de acuerdo con esta propuesta, era claro que el no era partidario de la medicina interdisciplinaria, de la medicina integral… él no podía entender lo que su petición significaba para mi… El no verme ni sentirme mutilada me hacía sentir que le había ganado la batalla al cáncer, que mi femineidad exterior no se había ido del todo, que me dolía profundamente entrentarme a otra pérdida… No sólo era una pérdida física, sino también psicológica y emocional.

Pro la balanza se inclinó a su favor y finalmente me quité el expansor, manifestando siempre mi inconformidad, al mismo tiempo que me ponian un portacat, una pequeña válvula en la vena más ancha del cuerpo, por donde pasaría el tóxico que necesitaba para curarme.

Días después inicié la primera sesión de seis quimioterapias. El doctor Miguel Lázaro y su equipo de enfermeras eran una dulce compañía. Fueron delicados, cariñosos, y les estaré agradecida siempre por haberme tratado como a un ser humano aterrado ante lo desconocido, ante los nuevos cambios que experimentaría en mi cuerpo. Durante cuatro días, cada 21 días, durante seis sesiones. entraba veneno a mi cuerpo, veneno al cual decidí abrirle la puerta y, si bien no podía considerarlo un amigo, no lo recibiría como enemigo. Lo necesitaba para sobrevivir y era mejor darle la bienvenida.

Unas las pasé mejor que otras, pero las resistí. En esta primera etapa llegaron más pérdidas. Puede parecer banal el dolor de perder el pelo de tu cabeza, de todo tu cuerpo… pero me dolió a pesar de saber que no sería una pérdida irreparable. Ver transformarse tu imagen sin tu consentimiento no es fácil de asumir. Siempre había llevado el pelo largo, siempre lo había cuidado, y ahora se iba en grandes madejas que tapaban la regadera, que provocaban lágrimas incontenibles, que me hacían sentir «enferma»… Se iba otra parte de esta mujer…

Obviamente sabía que esa pérdida me iba a pegar duro en mi vanidad, así que ya tenía lista mi peluca, con el mismo color de pelo, con el mismo corte, con el mismo largo. Me costó trabajo acostumbrarme a ella, al principio no la aguantaba más de una hora, pero poco a poco conseguí usarla adecuadamente y por el tiempo que fuera necesario. Dormía con una gorrita, el rozar de la cabeza en la almohada sin ninguna protección no sólo me daba frío, también me lastimaba. Aprendí a hacerme turbantes a usar sombreros y gorras. Mi piel se puso ceniza, sin brillo, y el cansancio era mi frecuente compañía.

Estaba convencida de que la actitud que asumas frente a la vida y más frente a la adversidad es lo que hace la diferencia entre vivir y sobrevivir. Quise que, pasara lo que pasara, mis hijas se dieran cuenta que este mundo es de los fuertes y que hay que luchar y ganarse el lugar que quieras ocupar. Este cáncer no era un castigo sino un aprendizaje, y algo bueno saldría de todo esto; ésa era mi realidad y tenía que asumirla con dignidad y optimismo, y así como me habían pasado cosas lindas en la vida, también tenía que aceptar ésta tan dolorosa. Por eso procuré tener una actitud positiva, ser optimista y hasta «burlarme» un poco de las circunstancias. No sé si lo logré, pero al menos tengo el consuelo de no haberme dejado vencer por la desolación y haber llevado mi vida lo más normal que pude. Seguí levantándome y arreglándome para que cuando mis hijas volvieran del colegio encontraran a su mamá activa y ocupada en sus quehaceres cotidianos, para que mis papás y mis hermanos vieran que su amor y sus cuidados daban frutos, para que mi marido siguiera encontrando a su compañera, para no dejar incompleta mi telenovela, ni mi amiga Martha… En fin, para que fuera evidente que el cáncer no había mutilado ni mi alma, ni mis sentimientos.

Y así llegó la segunda etapa del tratamiento, tres quimioterapias más, con tóxicos distintos a los primeros seis. Sólo que éstos eran más delicados, más fuertes, con mayores riesgos. Había que internarse una semana en el hospital para recibirlos, para monitorear que los órganos vitales los resistieran. Volví a dar mi mejor cara. Me compré una peluca que consistía en un resorte del cual colgaba una «selenita» de pelo, y la usaba con gorras deportivas. Mi estancia en el hospital era en pants, con tenis, mi media peluca y mis gorras. Quería recibir a mis hijas, a mi marido, a mis hermanos, mis papás, a mis amigos, pero no quería que me vieran derrotada, ni siquiera que sintieran que iban a visitar a una enferma, me gustaba más pensar que iban a acompañar a la guerrera que no se cansaba de luchar por si vida de la manera más digna que podía hacerlo. No pude cumplir con mis propósitos del todo, hubo jornadas en que no levantaba la cabeza, qué la pase muy mal, que tuve ganas de tirar la toalla… Pero no me di por vencida, y finalmente llegó el día en que acabó la guerra, en que salí del campo de concentración, y en el que me había convertido en una sobreviviente del cáncer.

A pesar de que me faltaban las radioterapias, sentí que lo peor ya había acabado. Y lloré, lloré mucho, lloré de agradecimiento, de emoción, de gusto, pero también de dolor, de rabia contenida, de cansancio. Jamás hubiera querido que el cáncer entrara en mi vida, jamás, pero negar el gran aprendizaje que el proceso me enseñó sería injusto. Tal vez hay cosas que sólo a través del dolor se apreden, y en mi destino quizás estaba que lo hiciera a través de esta enfermedad.

Pedí ayuda emocional, no sólo para mí sino también para mis hijas, para mi familia. Recurrí a una tanatóloga, que es una especialista en las pérdidas y en el proceso de la muerte. Quería que toda la familia tuviera un espacio donde sacar los sentimientos que nos generaba este proceso contra el cáncer. No fue la mejor opción para todos, pero al menos a mí me ayudó a hacer una introspección de mi vida, a plantearme qué iba a pasar con ella al acabar el tratamiento y cómo quería enfrentarla.

Después llegaron las cinco semanas de radioterapia. Sé que hay personas que la padecen mucho, pero yo prácticamente las pasé en blanco, no las sentí. Luego esperé a ver si mis hormonas habían despertado, pero se quedaron dormidas para siempre. Ésta sí fue una pérdida irreparable, ya que en mi cuerpo no deben vivir ni las hormonas, ni los estrógenos sustitutos. Mi cáncer fue receptivo a ellos, y lo mejor para mi salid era eliminar ese vehículo de por vida.

Tal vez suene duro, pero algo de Cristina se murió en este proceso… En su lugar surgió una nueva Cristina que se le parece mucho pero que ya no es la misma. El dolor nos hace crecer, nos hace ver las cosas de manera distinta, nuestra jerarquía de valores cambia inevitablemente. A esta nueva Cristina aún no acabo de conocerla, a veces me sorprende la fuerza que lleva en su interior, como si algo se rebelara a dejar de soñar, a dejar de vivir…

Al año de haber terminado las quimioterapias, estaba lista para iniciar de nuevo la reconstrucción de mi pecho. Al menos para mí era inmportante volverme a sentir completa, sin limitaciones al vestir o al realizar ciertas actividades. No sabía si había perdido el músculo pectoral, si la piel estaba quemada y qué otros rezagos había dejado el tratamiento contra el cáncer. Estaba consciente de que la piel radiada no tiene la misma elasticidad, que tal vez tenía que someterme a varias operaciones antes de recuperar mi seno a través de injertos de otras partes de mi cuerpo. Pero estaba dispuesta intentarlo todo y aquí volvió a hacerse presente la mano de Dios. Para mi sorpresa y gratitud, mi piel estaba intacta y el músculo en su lugar. El recobrar mi pecho sólo consistía en volver a poner el expansor para que mi piel diera de sí y luego sustituirlo por una prótesis mamaria. Así que dos cirugías más me regresaron la oportunidad de volverme a sentir completa. Tal vez la cicatriz se quede para siempre, como un recordatorio de mi sobrevivencia, de mi aprendizaje, de lo único seguro que tengo: el hoy y el ahora.

En este tiempo experimente muchos sentimientos y sensaciones nuevas, y uno de ellos fue el temor a la reincidencia, a que el fantasma de la muerte volviera a aparecer en mi vida por esta enfermedad. Comprendí que hay miedos que paralizan y otros que te hacen actuar; y yo elegí la segunda opción. No quería vivir con miedo, me parecía horrible, la reincidencia del cáncer no iba a quitarme el sueño… Me iba a quedar con lo bueno que me dejó el cáncer, lo malo lo iba a desechar.

El fantasma de la muerte es un símbolo con el que aprendí a vivir. Todos sabemos que nos vamos a morir algún día, pero en realidad casi nadie lo cree, y menos cuando aún nos sentimos jóvenes. Pero la enfermedad es parte del riesgo de vivir y yo estaba enferma, no tenía por qué ser la excepción. Hubo momentos en los que sentí que no merecía lo que me estaba pasando, y no sólo por mí, sino porque junto conmigo sufría la gente a la que quiero… otros de terrible depresión… otros de angustia… Pero también hubo momentos de luz, y fueron muchos más que los de tinieblas. Hay mucha, muchísima gente que sufre mil veces más que yo, que no sobrevive a la enfermedad, a su cruel destino o a su fatal desenlace…

A pesar de todo me siento un ser privilegiado. Tuve la fortuna de nacer en una familia unida y amorosa, la dicha de conocer el amor de pareja, la bendición de ser madre, la suerte de contar con verdaderos amigos, de trabajar en lo que me gusta, de luchar por mis sueños. Ahora sigo soñando, persiguiendo anhelos y proyectos tanto personales como profesionales, el cáncer no me detuvo, al contrario, me enseñó que no hay que desperdiciar el tiempo, que la vida se vive una vez, que no se debe sobrevivir en una balsa esperando que el destino decida por nosotros, que debemos tomar las riendas de nuestras vidas y no quedarnos con deudas.

El compartir mi experiencia fue algo que quise hacer desde que me enteré que padecía esta enfermedad. Había tantas preguntas que nadie podía contestar porque no habían vivido la misma experiencia, o porque el momento en que surgían las dudas alguien que lo había padecido no estaba disponible o la hora no era la adecuada. Compartir la experiencia es una manera de acompañar, de que la soledad no se apodere de tu voluntad, de no guardarte para ti lo que tal vez pueda cambiarle las expectativas a otro… Otro sueño que he podido realizar.

La vida te da, pero también te quita, es parte de su naturaleza. Y de cómo aprendas a manejar este vaivén se sellará tu personalidad. Tienes la opción de vivir como víctima de algo que no pudiste cambiar, o de asumir que somos seres vulnerables que tienen experiencias que los marcan para evolucionar y descubrir alguna pequeña misión en su andar por este mundo.

Hoy estoy viva, no sé por cuanto tiempo, pero nadie lo sabe de cierto. Hay un parteaguas en mi vida, antes y después del cáncer… Cambió mi visión del mundo y quiero agradecer a todos los que contribuyeron a que la esperanza de vivir y de curarme nunca muriera.

Fundación Cim*ab

Fuente: Matices. 27 testimonios de sobrevivientes de cáncer de mama; Lindero Ediciones, 2003. p120-124.

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