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La crisis expone a las compañías en su corrupción, fraudes y falta de transparencia

Las crisis, además de hundir empresas y generar parados, sacan a relucir una multitud de fraudes. Las supuestas buenas prácticas de los empleados quedan en entredicho cuando las cuentas flojean y los análisis detallados detectan los excesos, a veces delictivos, de los que se ha pecado. La lista la encabeza la estafa desproporcionada de Bernard Madoff.

Pero asistimos también a la caída libre de ejecutivos, antaño inmunes a los vaivenes financieros y ahora tocados de muerte porque vivieron por encima de sus posibilidades.

Las grandes consultoras, como KPMG, Ernst & Young o el grupo Kroll, han elaborado recientemente estudios que anuncian el aumento de investigaciones en asuntos de fraude económico, sobre todo, el perpetrado en el seno de la empresa.

Pero no debemos engañarnos. Los empresarios están tentados a mentir para salvar su empresa, pero por otro lado no van a pasar por alto ni una sola irregularidad en sus oficinas. La crisis no induce necesariamente al robo: simplemente lo deja al descubierto.

«Cuando la empresa intuye que ha ganado 88 millones y al final son sólo 80, pues lo pasa por alto. Ahora bien, si creen que han ganado ocho millones y resultan ser cero, la cosa cambia», ilustra Vicente Estrada, responsable de Forest & Partners, un grupo consultor especializado en auditoría forense.

Y es aquí donde se descubren gastos de personal no justificables, contabilidades maquilladas, facturas falsas o, simplemente, que falta dinero en la caja.

Y es que los resultados económicos ya no son tan boyantes como antaño, y los empresarios han decidido poner el ojo sobre aquellos euros a los que normalmente no daban importancia.

Fernando Lacasa, responsable forense en KPMG, apunta que en tiempos de bonanza, los directivos echaban un rápido vistazo a las cuentas para hacerse una idea de la marcha de su empresa. «Ahora se fijan hasta en el último ratio», cree. Las vacas gordas y los sistemas por incentivos provocaban irregularidades. «Ahora estamos volviendo a la sensatez», juzga.

Lacasa cuenta que el fraude puede acabar con la empresa. «Si lo perpetran tres directivos, la compañía deja de existir», calcula. Explica que en este año de crisis han trabajado para tres grandes empresas del país que sufren agujeros por fraude de 25 millones cada una. «Una está a punto de quebrar», deja caer.

Un reciente informe de Ernst & Young destapa que tres de cada 10 empleados españoles creen que se cometen «fraudes significativos» en el seno de su empresa, es decir, más que robar bolígrafos y agendas. Sólo el 23% de los españoles cree que su directiva es «íntegra y de fiar», frente al 46% de la media en Europa Occidental.

El mismo informe, sin embargo, enfrenta la opinión de los expertos con la intuición popular. El 64% de los españoles está convencido de que los casos de fraude aumentarán con la época de vacas flacas. La media de Europa Occidental se coloca en el 54%, mientras que los empleados del centro y el este de Europa lo cifran en el 55%.

«La empresa española ha vivido retrasada en la prevención de estos problemas. Se han copiado los modelos europeos, adoptados por mimetismo», explica José Ramón Pin, profesor de ética empresarial en la escuela de negocios IESE. Se refiere a los códigos éticos internos que las empresas utilizan para inculcar buenos modales a sus empleados. La diferencia con el resto de Europa es grande, explica. Pone el ejemplo de los regalos que reciben los directivos, unos límites poco especificados dentro de nuestras fronteras, el uso de los gastos de personal o la inclusión de auditorías internas en el negocio.

Hay otra tendencia susceptible de aumentar el riesgo, que percibe Estrada. «Las empresas, en su afán de reducir costes, pueden eliminar los mecanismos de control de fraudes», comenta. Por ejemplo, el grueso de personal dedicado a revisar el papeleo administrativo y regular la contabilidad.

Ricardo Noreña, responsable de auditoría interna del grupo Ernst & Young para la zona del Mediterráneo, resuelve que los estafadores tienen el camino fácil, porque la sociedad no ha impuesto la suficiente rigidez legal y ética para evitarlo. «Lo hacen por dinero, porque pueden y porque no pasada nada. Lo hace todo el mundo», suelta.

Noreña conoce muchas maneras de robar a la empresa. Sin dar nombres, explica que una responsable de un departamento de contabilidad de unos 50 años robó a su empresa varios millones de euros falsificando los pagos. «Efectuaba transferencias a, por ejemplo, Cristaleros Pérez, pero ponía su número de cuenta. A veces los bancos no comprueban que encaje número con cuenta», dice.

José Lavilla, profesor de ética en los negocios de ESIC, explica que la ética sí se ha vigorizado en tiempos de crisis: «Hay más sensibilidad», cuenta. Lo que ocurre es que las grandes empresas no suelen tener vacíos en este campo, pero «éste es un país conformado por las pequeñas y medianas empresas, las pymes, donde las buenas prácticas están menos afianzadas». Pin, del IESE, recurre a los códigos éticos arriba mencionados para delimitar el bien del mal. Menciona una compañía alemana. Ésta aconseja a sus empleados que, si escuchan casualmente una conversación de la competencia, en un avión o un restaurante, avise de que «se lo están cascando todo a su competidor».

No hay datos oficiales sobre cuántos casos de fraude se dan. Muy pocos llegan a juicio y las empresas, por motivos obvios, prefieren no comunicarlos cuando no acuden a la vía penal. «El principal interés de los empresarios es descubrir el delito y justificar el despido procedente del ladrón», explica Lacasa.

¿Cuál es el perfil del defraudador? Fernando Lacasa, que dejó el cuerpo de delitos financieros de la Guardia Civil para entrar en KPMG, lo retrata con la actitud fría y desafiante de la policía. El criminal lleva, por lo menos, dos años en la empresa. Tiene un cargo importante, como la dirección financiera. La empresa confía ciegamente en él. O se trata de un socio gestor, que ve cómo el gran monto del dinero se lo lleva su compañero, el que ha puesto el capital. Lacasa no aspira a justificar su delito. «Todo se reduce a la avaricia. Gente con un sueldo de vértigo que simplemente desea un coche mejor», sentencia.

Los últimos estudios de esta consultora, de 2007, apuntan que el tramo de edad en que más fraudes se cometen está entre los 36 y los 45 años. La mitad de los estafadores ocupan un cargo en la alta dirección, y llevan entre tres y cinco años en la compañía. El 85% son hombres, y desempeñan funciones en los departamentos de finanzas y operaciones y ventas. Actúan casi siempre solos. Una de cada cinco infracciones se sitúa entre los 1.000 y los 10.000 euros. Pero las hay mucho mayores. El 12% de los fraudes están por encima de los dos millones de euros.

Las sospechas de robo no aparecen hasta muy adelante. Lacasa sostiene que se detecta el fraude cuando el infractor se ha rellenado varias veces los bolsillos de su traje. «La primera vez que roban es casi imposible detectarlos, a menos que sean muy torpes», explica. «Suelen saltar hasta en la octava, novena o décima vez que cometen el robo».

Juan Ignacio Ruiz, secretario general del Instituto de Auditores Internos, avisa de que las investigaciones hay que hacerlas con discreción. Una vez se conoce el sospechoso hay que entrevistarse con él varias veces. «No puedes entrarle con una acusación. Hay que esperar a que se suelte», explica. Las grandes empresas de telecomunicación suelen identificar al año a unos 20 trabajadores de los call centers por desviar dinero de las reclamaciones a cuentas personales, revela. El problema es que la mayoría de las veces estos centros están gestionados por otras empresas subcontratadas. «Hay que localizarlos; estar seguros de que son ellos, y tantearlos hasta descubrir la verdad», procesa. Los superiores de estos trabajadores, prosigue, suelen tener un control bastante fluido de las operaciones. «El problema viene cuando ellos también se apuntan al fraude», sostiene.

Hay que tener mucha mano para resolver el caso. Mano y psicología, que Ricardo Noreña resume como dotes de comunicación. Cuando se tiene delante al sospechoso hay que saber hablar, callar y poner las pruebas encima de la mesa cuando sea el momento. «Es bueno empezar con una pregunta abierta. Y conocer la respuesta de antemano, para detectar si miente. Entonces se le piden explicaciones sobre la prueba en cuestión. Se ponen nerviosos. Algunos se cierran en banda. Otros se sueltan y confiesan», cuenta. Cuando la investigación es abierta, Vicente Estrada pone sobre la mesa el caso más singular que ha visto. Un hombre que llegó a robar a su empresa cuatro millones de euros y los guardó en su casa. «Un tío listo», añade. Y es que no gastó ni un céntimo, que reservaba para su jubilación. Cuando lo descubrieron, lo devolvió todo y así no tuvo que pasar por la cárcel.

Cuando la compañía se percata del fraude, es necesario actuar con discreción, pero con diligencia. El informe global sobre el fraude que Kroll elabora anualmente expone que la única forma de recuperar el dinero sustraído es actuar con rapidez. Es imprescindible evitar que el dinero huya a paraísos fiscales o se pierda en activos irrecuperables. Kroll calcula que estos delitos le han costado a las empresas una media de 8,2 millones de dólares (5,8 millones de euros) durante los últimos tres años. La cifra representa un 22% a lo cosechado en el año anterior.

Si bien la avaricia de los estafadores no crece durante los tiempos de crisis, hay otro tipo de fraudes que sí experimentan un aumento. Se trata del espionaje industrial; el robo de información confidencial. Guadalupe Barrena, del grupo de consultores e investigadores Paradell, cree que la crisis frena a los empleados a la hora de apropiarse de activos. «Actualmente la gente tiene miedo a perder su puesto de trabajo», dice, y no quiere arriesgarse a que le pillen, cuando la empresa está más atenta que nunca. «No obstante, si tienen que robar no lo hacen de forma material». Se refiere, sobre todo, al espionaje industrial, al robo de información confidencial. Un estudio del grupo concluye que este tipo de delitos han aumentado en un 60% en un año. «Lo que se roba hoy en día es patrimonio intelectual, para así poder negociar con la futura nueva empresa con mayor ventaja sobre otros posibles candidatos», argumenta. Y no se corta ni un pelo: «El ADN español es fraudulento», sostiene Barrena.

Según los estudios de la firma Paradell, los robos más comunes en corporaciones son la apropiación indebida de activos (un 30%), infracciones contra la propiedad intelectual (15%), fraudes contables (12%), sobornos (13%) y, finalmente, el blanqueo de dinero.

Juan Ignacio Ruiz también tiene que enfrentarse al robo de información confidencial en su empresa. Actualmente se encuentra en un proceso de investigación a un empleado por haber sacado supuestamente datos del centro para negociar con los proveedores. Esto le coloca en una posición privilegiada frente a sus competidores. No puede contar nada más. Lógico. «Estas cosas pueden hundir a una empresa», concede.

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