La historia de Murray Dewey no comienza con un delito, sino con una interacción cotidiana en redes sociales. Un adolescente que, como millones en el mundo, buscaba conexión, validación y pertenencia en una plataforma diseñada para fomentar el intercambio constante. Lo que parecía una conversación inocente terminó convirtiéndose en una cadena de amenazas que su entorno nunca alcanzó a dimensionar a tiempo.
En 2023, con apenas 16 años, Murray se quitó la vida tras ser víctima de un esquema de chantaje digital que lo colocó en una situación de miedo extremo. Hoy, sus padres han decidido llevar el caso ante la justicia estadounidense, no solo para buscar reparación, sino para abrir una discusión incómoda: ¿qué responsabilidad tienen las grandes plataformas cuando el diseño de sus servicios facilita daños irreversibles?
Un engaño que escaló rápidamente
De acuerdo con Aristegui Noticias, el adolescente, originario de Dunblane, Escocia, estuvo en contacto con un perfil que se presentaba como el de una joven de su edad. Tras compartir imágenes íntimas, la persona detrás de la cuenta reveló su verdadera intención: exigir dinero bajo la amenaza de difundir el material. El cambio fue abrupto y devastador.
Como ocurre en muchos de estos casos, el agresor operó desde el anonimato y con rapidez, explotando el miedo y la vergüenza. Murray enfrentó la presión en silencio, atrapado entre la humillación pública y la sensación de no tener salida, una carga emocional difícil de procesar incluso para un adulto.

Sextorsión en Instagram: una práctica en expansión
La sextorsión en Instagram no es un fenómeno aislado ni marginal. Organizaciones como Internet Watch Foundation y Childline han documentado un incremento del 72 % en víctimas en Reino Unido en apenas un año, con adolescentes y adultos jóvenes como principales objetivos.
Este tipo de chantaje se apoya en dinámicas propias de las redes sociales: mensajes directos, construcción acelerada de confianza y ausencia de fricción para compartir contenido. Cuando el daño se materializa, la respuesta institucional suele llegar tarde, si es que llega.
El camino legal contra Meta
Tras la muerte de su hijo, la familia Dewey inició un proceso legal contra Meta en el Tribunal Superior de Delaware, jurisdicción donde muchas tecnológicas declaran su sede. La demanda sostiene que la empresa no implementó medidas suficientes para prevenir este tipo de abusos ni para detectar patrones conocidos de depredación digital.
El Social Media Victims Law Center, que representa a los padres, busca una compensación económica, pero también un precedente. Su fundador, Matthew P. Bergman, fue contundente al señalar que la compañía habría priorizado métricas de interacción por encima de la seguridad infantil, pese a conocer los riesgos.
Hablar de sextorsión en Instagram implica también analizar cómo el diseño de la plataforma puede amplificar vulnerabilidades. Algoritmos que favorecen la conexión rápida, sistemas de mensajería privada poco supervisados y procesos de denuncia complejos crean un entorno fértil para el abuso.
Para las víctimas, cada notificación puede convertirse en una amenaza. Para los agresores, el bajo riesgo percibido y la escala global son incentivos claros. En ese desequilibrio, la tecnología deja de ser neutral y pasa a tener un rol activo en la experiencia de daño.

El testimonio de una madre y la dimensión humana
Más allá de los expedientes legales, la voz de la madre de Murray aporta una dimensión humana imposible de ignorar. En declaraciones a la BBC, afirmó que la familia está dispuesta a llegar tan lejos como sea necesario, porque “ya nos ha pasado lo peor que nos podía pasar”.
Sus palabras reflejan una convicción compartida por muchas familias afectadas: cuando la pérdida es absoluta, la lucha se transforma en una forma de protección para otros. El duelo se convierte en motor de exigencia pública.
La responsabilidad social que se espera de Meta
Meta enfrenta un desafío que va más allá del cumplimiento legal. Proteger a menores en entornos digitales implica anticipar riesgos, invertir en sistemas de detección proactiva y asumir que la seguridad debe ser un indicador clave de desempeño, no un costo reputacional.
La compañía también tiene la capacidad —y la obligación ética— de colaborar con organizaciones especializadas, autoridades y comunidades educativas para generar entornos digitales más seguros. La prevención, en estos casos, no es solo una buena práctica: es una forma concreta de salvar vidas.
El caso de Murray Dewey expone con crudeza los límites del discurso tecnológico cuando no se acompaña de responsabilidad. Las plataformas que median la vida social de millones de personas no pueden desentenderse de los impactos que generan, especialmente en poblaciones jóvenes y vulnerables.
Este caso plantea una pregunta central: ¿hasta dónde llega el deber de cuidado de una empresa digital? La respuesta no se resolverá solo en tribunales, sino en la capacidad colectiva de exigir que la innovación avance al mismo ritmo que la protección de la dignidad humana.







