Las expectativas estaban en lo más alto: después de meses de negociaciones, la comunidad internacional confiaba en alcanzar un acuerdo sólido que marcara un antes y un después en la lucha contra la contaminación plástica. Sin embargo, una vez más, las discusiones terminaron sin avances concretos. Lo que parecía ser la antesala de un cambio histórico se convirtió en un escenario de frustración, largas noches sin descanso y un texto diluido que no cumplió con lo esperado.
De acuerdo con eco-business, delegados exhaustos, activistas preocupados y expertos indignados fueron testigos de cómo el tratado mundial sobre el plástico se estancaba, atrapado en un proceso que parece diseñado para fracasar. Las sesiones, que se extendieron hasta la madrugada, dejaron en claro que los intereses económicos de unos pocos países continúan imponiéndose sobre el bien común. Ante esta situación, la pregunta es inevitable: ¿qué está frenando realmente el avance hacia un acuerdo global?
El consenso como obstáculo
El consenso, principio que en teoría busca unidad, se ha convertido en un muro que impide el progreso. Aunque más de 130 países apoyaron propuestas ambiciosas, una minoría ha bloqueado cualquier medida efectiva. Este pequeño grupo ha logrado diluir el texto, dejando de lado el mandato original de la Asamblea de la ONU, lo que ha generado frustración entre quienes impulsan un tratado integral.
El problema es estructural: un solo país en desacuerdo puede paralizar todo el proceso, anulando los esfuerzos de la mayoría. Como señaló un delegado africano, el consenso no siempre garantiza democracia; en ocasiones, la mata. Y en este caso, ha significado detener medidas urgentes para frenar la producción de plásticos problemáticos y sustancias químicas de alto riesgo.
La experiencia de otros tratados internacionales demuestra que el consenso absoluto rara vez funciona. Pretender que el futuro del planeta dependa de la unanimidad resulta insostenible. Dejar atrás este mecanismo no es un capricho, sino una condición necesaria para que el tratado mundial sobre el plástico avance.

Superar este obstáculo implica replantear las reglas de negociación y priorizar el bienestar global sobre los intereses de unos cuantos. Solo así se podrá construir un acuerdo eficaz, justo y duradero.
La falta de voces independientes
Otro freno clave es la exclusión de observadores en el proceso. Organizaciones civiles, recicladores, pueblos indígenas y comunidades directamente afectadas por la contaminación plástica no tienen voz en la mesa de negociación. Lo mismo ocurre con académicos y expertos, quienes podrían aportar evidencia científica para respaldar decisiones más sólidas.
Permitir su intervención no sería una innovación radical: acuerdos como el Convenio de Estocolmo ya lo han hecho con éxito. La diferencia está en que las voces independientes suelen exponer contradicciones incómodas, especialmente cuando ciertos países defienden posiciones contrarias a la ciencia o los derechos humanos.
La resistencia a abrir espacios a los observadores refleja el temor de algunos Estados a perder control narrativo. Sin embargo, excluir estas perspectivas solo profundiza el divorcio entre las negociaciones y la realidad que viven millones de personas.
Incluir a los observadores permitiría enriquecer el debate, equilibrar intereses y construir un tratado mundial sobre el plástico basado en datos, justicia y experiencia práctica.
El peso de los intereses nacionales
Detrás de cada bloqueo se esconden intereses económicos, políticos y energéticos. Algunos países continúan defendiendo su dependencia de la industria plástica, incluso si esto contradice la ciencia o las recomendaciones de salud pública. La apertura de nuevas plantas de producción, en paralelo a las negociaciones, evidencia la contradicción entre discurso y práctica.
La dinámica se repite: los delegados llegan con posturas rígidas que representan más a los sectores industriales que a sus comunidades. Esto crea un círculo vicioso en el que las negociaciones se convierten en una lucha de poder más que en un ejercicio de cooperación global.
La realidad es que mientras los Estados prioricen beneficios a corto plazo sobre la sostenibilidad, el tratado seguirá atascado. El costo de este estancamiento no se mide en cifras abstractas, sino en océanos contaminados, comunidades afectadas y generaciones futuras expuestas a un planeta enfermo.

Romper esta lógica exige un cambio profundo en la forma en que se entienden los “intereses nacionales”: ya no pueden separarse del interés colectivo. La contaminación plástica no reconoce fronteras y solo puede enfrentarse desde una visión compartida.
Soluciones frente al estancamiento
Pese al desencanto, no todo está perdido. El apoyo creciente de más de 100 países a un acuerdo fuerte demuestra que la voluntad existe. Lo que falta es transformar esa energía en acciones concretas, alejándose del inmovilismo que caracteriza al actual proceso.
Las recomendaciones más sólidas están sobre la mesa: abandonar el consenso absoluto y permitir la participación activa de observadores. Ambas medidas ya han probado ser efectivas en otros tratados multilaterales y podrían rescatar estas negociaciones de su parálisis.
Adoptar un enfoque basado en evidencia científica, derechos humanos y justicia ambiental es el camino para superar las resistencias. No se trata de inventar soluciones nuevas, sino de aplicar lo que ya ha funcionado en otros contextos.
El mundo no puede darse el lujo de seguir perdiendo tiempo. Cada retraso en el tratado mundial sobre el plástico representa toneladas adicionales de residuos que llegan a mares, ríos y comunidades. La urgencia es real y la ventana de acción se reduce.
Un futuro que aún es posible
El fracaso de las últimas rondas de negociación no significa que la meta esté fuera de alcance. Al contrario, el impulso colectivo y la presión de la sociedad civil mantienen viva la posibilidad de un tratado robusto. La clave está en no normalizar el estancamiento y exigir mecanismos más justos y efectivos.
Construir un futuro libre de contaminación plástica requiere valentía política, cooperación real y apertura a nuevas voces. Si los países logran poner en el centro el bienestar del planeta y no los intereses particulares, aún es posible que el tratado mundial sobre el plástico se convierta en la herramienta que marque el inicio de una nueva era ambiental.







