En muchas ciudades del mundo, caminar bajo la sombra de árboles frondosos, escuchar el canto de las aves o simplemente sentarse en un parque rodeado de flores no es una experiencia universal, sino un privilegio socialmente localizado. Las zonas con mayor poder adquisitivo concentran áreas verdes bien cuidadas, camellones arbolados y parques amplios, mientras que en la periferia urbana predominan el concreto, la escasez de vegetación y los espacios públicos abandonados. La naturaleza, que debería ser un derecho común, pareciera haberse convertido en un símbolo más de estatus.
Esta desigualdad no es casual ni estética: es estructural. La calidad ambiental de una colonia suele estar directamente relacionada con el nivel socioeconómico de quienes la habitan, evidenciando una ciudad partida en dos realidades opuestas: una verde y ventilada, otra gris y sofocante. En este contexto, comprender qué es el efecto lujo resulta esencial para explicar por qué disfrutar de la naturaleza en la urbe parece reservado a quienes pueden pagar por ella, y cómo esto se traduce en una forma silenciosa —pero profunda— de exclusión.
¿Qué es el efecto lujo?
El efecto lujo es el término que se ha adoptado para denominar a una constante global: cómo los barrios más ricos suelen tener más árboles, más parques, mayor biodiversidad y mejores condiciones ambientales que los sectores empobrecidos de las ciudades. Este es un patrón que, como ha apuntado Aristegui Noticias, se repite desde Nueva York hasta Londres, de Pekín a Ciudad del Cabo, evidenciando que el acceso a la naturaleza está íntimamente ligado a la capacidad económica.

Un estudio coordinado por Universidad de Turín y publicado en la revista People and Nature analizó más de un centenar de investigaciones a nivel mundial y confirmó lo evidente: los barrios acomodados concentran riqueza ecológica, mientras que los más pobres sobreviven en paisajes urbanos empobrecidos. La investigadora Irene Regaiolo, autora principal del estudio, señala también la importancia de este tipo de espacios para fomentar una relación consciente entre el humano y el Planeta:
“La biodiversidad urbana es clave para entender las interacciones entre las personas y la naturaleza y cómo podemos convivir en armonía con ella”.
Así, comprender qué es el efecto lujo es aceptar que para millones de personas la naturaleza no es una experiencia cotidiana, sino una postal ajena. Vivir en colonias sin parques dignos, sin árboles suficientes y sin espacios comunitarios no es una casualidad urbana: es el resultado de una planificación que ha normalizado que ciertas personas merecen aire limpio, mientras otros sobreviven entre el polvo y el asfalto.
Cuando la desigualdad urbana se convierte en injusticia ambiental
Aunque Regaiolo aclara que el fenómeno “no es universal”, también subraya que “depende del contexto urbano y geográfico” y de las prioridades socioeconómicas de cada región. Esto significa que la mayoría de los estudios sobre el efecto lujo provienen del norte global, donde el urbanismo verde es más visible, pero eso no significa que las ciudades del sur estén exentas de esta desigualdad: simplemente está menos documentada.
“Los países en vías de desarrollo suelen tener otras prioridades como la alimentación o la seguridad”, explica la investigadora, pero ello no justifica que el derecho a un entorno saludable quede relegado. En la práctica, centros ricos y periferias pobres replican una división que no sólo es económica, sino ambiental. Esto da lugar a una forma profunda de injusticia ambiental, donde quienes menos contaminan son quienes menos acceden a la naturaleza.

El impacto no es menor: se vulnera el derecho a la recreación, el derecho a la salud y el derecho a un ambiente sano. La falta de árboles incrementa el calor urbano, expone a la población a enfermedades respiratorias, reduce espacios de convivencia social y opciones recreativas, y debilita el bienestar emocional de las personas. En este contexto, resulta crucial evidenciar que el acceso a zonas verdes no se trata sólo de paisaje, sino que es una cuestión de derechos humanos.
¿Ciudades que asfixian o ciudades que cuidan?
De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, para 2050 cerca del 70 % de la población mundial vivirá en ciudades, lo que revela una cuestión que Regaiolo resume con claridad:
“Para muchas personas, la ciudad podría ser el único espacio donde experimentar la naturaleza”.
Por eso, entender qué es el efecto lujo no es suficiente si no se traduce en acción pública. Las áreas verdes deben ser concebidas como infraestructura básica, al mismo nivel que el agua potable o el transporte público. La especialista y autora del estudio insiste en que las soluciones basadas en la naturaleza pueden combatir el cambio climático, reducir islas de calor, conservar biodiversidad y fomentar la inclusión social.

Por ello, diseñar ciudades resilientes no es sólo una respuesta climática, sino una respuesta ética. Una ciudad que niega naturaleza es una ciudad que vulnera la dignidad de sus habitantes, mientras que ningún discurso de sostenibilidad es legítimo si excluye a una parte de la población del derecho a respirar mejor y vivir con bienestar.
¿Plantar árboles puede excluir personas?
La investigación también alerta sobre un riesgo grave: la llamada gentrificación verde, pues tal cómo Regaiolo explica, combatir el efecto lujo exclusivamente creando parques en zonas marginadas puede resultar una solución superficial si no se acompaña de políticas de vivienda justas ya que esto “Puede provocar el aumento del valor inmobiliario” y con ello generar desplazamiento de los habitantes originales.
La advertencia de la especialista arroja luz sobre cómo desde el fondo del sistema se ha considerado el acceso a zonas naturales como un privilegio y no como un derecho. La naturaleza no puede convertirse en un artículo de lujo que eleva rentas y fronteras sociales y en este problema el sector inmobiliario tiene una responsabilidad directa: no convertir árboles en pretexto para elitizar barrios.
La alternativa, señala el estudio, está en soluciones comunitarias, tales como huertos urbanos, jardines vecinales, ciencia ciudadana y gestión participativa. No obstante, es legítimo mencionar que planificar ciudades donde el acceso a parques y zonas verdes sea un derecho debería ser una prioridad de los gobiernos y un compromiso en el que sectores como el inmobiliario y de la construcción deberían estar ampliamente involucrados. Esta utopía quizá comience a hacerse realidad si llamamos las cosas por su nombre: el contacto con la naturaleza debe ser un derecho, no un beneficio adicional de los complejos residenciales que tan solo unos cuantos pueden pagar.

La naturaleza no es un lujo, es un derecho urbano
Aceptar que el efecto lujo sigue marcando el diseño de nuestras ciudades es aceptar que hemos normalizado una forma de exclusión ambiental profundamente injusta. La naturaleza no puede ser un privilegio geográfico ni económico. Debe ser una garantía urbana.
Las ciudades no serán sostenibles mientras sigan siendo desiguales. Y no serán habitables mientras respirar aire limpio o sentarse bajo un árbol dependa de cuánto se puede pagar por una vivienda. La naturaleza no debe embellecer la ciudad para unos pocos, sino sostener la vida de todos. Porque una ciudad justa no se mide por sus rascacielos, sino por cuántas personas pueden convivir con la tierra sin ser expulsadas de ella.







