Durante mucho tiempo, el cambio climático fue un tema asociado principalmente a ONG, organismos multilaterales y comunidades académicas. Un terreno dominado por informes científicos, llamados urgentes y narrativas morales. Sin embargo, en los últimos años algo ha cambiado de manera silenciosa pero profunda: las instituciones financieras comenzaron a hablar del clima con lenguaje económico, técnico y estructural.
Cuando un banco como BBVA publica análisis detallados sobre las emisiones de gases de efecto invernadero, no está buscando sensibilizar ni posicionarse como actor ambientalista. Está haciendo algo distinto y más relevante: está reencuadrando el cambio climático como un riesgo económico y financiero, con implicaciones directas sobre crecimiento, competitividad y estabilidad de largo plazo.
Para el sistema financiero, el clima dejó de ser un asunto reputacional o voluntario y pasó a convertirse en una variable que incide en la evaluación de proyectos, en la asignación de capital y en la viabilidad futura de sectores completos. En ese contexto, hablar de emisiones no es hablar de externalidades, sino de riesgos estructurales que ya están entrando al balance.
El problema no es crecer, sino cómo se crece
El mensaje de fondo es claro: el problema no es si la economía debe crecer o no, sino cómo crece y con qué base energética. Desde esta lógica, ni el control poblacional ni el decrecimiento aparecen como soluciones viables o éticas. La discusión se desplaza hacia la eficiencia energética, la transformación de la matriz energética y las decisiones de inversión que acompañan —o frenan— esa transición.
Para sostener este enfoque, BBVA Research recurre a herramientas económicas concretas, no a slogans. Una de ellas es la Identidad de Kaya, un marco analítico que permite explicar las emisiones de gases de efecto invernadero a partir de cuatro factores: población, ingreso per cápita, intensidad energética de la economía e intensidad de emisiones de la energía. Más allá de la fórmula, su valor está en lo que revela: las emisiones responden a decisiones económicas y tecnológicas específicas, no a inevitabilidades abstractas.
Aplicada al caso de México, esta lectura arroja datos difíciles de ignorar. De acuerdo con BBVA Research, el país emitió en 2024 un total de 784 millones de toneladas de CO₂ equivalente, lo que representa 1.3% de las emisiones globales, y registró un incremento anual de 3.2% respecto a 2023. Al mismo tiempo, para cumplir con la Contribución Nacionalmente Determinada (NDC) actualizada en 2025, México tendría que reducir sus emisiones en promedio 3.6% anual durante la próxima década, una trayectoria muy distante de la tendencia actual.

Cuando el clima entra al balance, el ESG cambia de etapa
Desde una perspectiva ESG, este tipo de análisis marca una transición relevante. La dimensión ambiental deja de ser un anexo narrativo y se integra al corazón de la gobernanza y la gestión de riesgos. Cuando un banco explica el cambio climático con este nivel de rigor, no está divulgando conocimiento: está preparando decisiones. Decisiones sobre qué proyectos financiar, bajo qué condiciones y con qué expectativas de largo plazo.
Esto ayuda a entender por qué el ESG está entrando en una etapa menos romántica y más exigente. Una etapa donde los compromisos públicos comienzan a traducirse en criterios operativos, y donde la falta de una estrategia clara de transición energética puede tener consecuencias reales en el acceso a financiamiento y capital.
Lo que deberían entender los clientes de los bancos
Para las empresas que trabajan con instituciones financieras como BBVA, este tipo de análisis no es solo información de contexto. Es una señal temprana de cómo se están ajustando los criterios con los que el sistema financiero evalúa riesgos y oportunidades.
Del lado de las amenazas, el mensaje es evidente: modelos de negocio intensivos en energía, con baja eficiencia o alta dependencia de combustibles fósiles enfrentan un entorno cada vez más exigente. No necesariamente por una regulación inmediata, sino porque el riesgo climático comienza a reflejarse en variables como el costo del capital, las condiciones crediticias y el apetito de financiamiento. No contar con una estrategia clara de transición deja de ser una omisión narrativa y se convierte en una vulnerabilidad operativa.
Pero también hay oportunidades claras. Empresas que invierten en eficiencia energética, electrificación de procesos, energías renovables y reducción estructural de emisiones no solo avanzan en sus compromisos ambientales; mejoran su perfil de riesgo frente a quienes asignan capital. En este contexto, la transición energética deja de leerse como un costo reputacional y empieza a entenderse como una ventaja competitiva.
Desde esta óptica, los análisis que hoy publican los bancos funcionan como un anticipo de conversaciones futuras. No son instrucciones explícitas, pero marcan el terreno sobre qué tipos de proyectos, sectores y estrategias serán más viables —y financiables— en los próximos años.
En ese sentido, que instituciones como BBVA hablen de cambio climático no debería sorprender. Tampoco debería leerse como una moda comunicativa. Es una señal clara de cómo el sistema financiero está reinterpretando el desafío climático: no como un tema externo a la economía, sino como una condición para su viabilidad futura.
Tal vez, entonces, la pregunta relevante ya no sea por qué los bancos hablan de cambio climático, sino qué pasará con las empresas que no sepan leer estas señales a tiempo, cuando el ESG ya no se discute en reportes, sino en decisiones de financiamiento.







