En los últimos años, la crisis de contaminación atmosférica en grandes ciudades ha llevado a los gobiernos a explorar soluciones cada vez más sofisticadas —y polémicas— para mitigar sus efectos. Entre ellas, la siembra de nubes ha reaparecido como una alternativa tecnológica que promete inducir lluvias artificiales capaces de “limpiar” el aire en episodios críticos de smog, especialmente en contextos urbanos con severos problemas de calidad del aire.
El caso reciente de Nueva Delhi, donde autoridades locales recurrieron a esta técnica durante uno de los picos más graves de contaminación, reabrió el debate sobre la efectividad real de la siembra de nubes como herramienta ambiental. Para quienes trabajan en responsabilidad social, sostenibilidad y políticas públicas, la pregunta es clave: ¿se trata de una medida de emergencia con base científica o de una distracción frente a soluciones estructurales más urgentes?
¿Qué es la siembra de nubes y cómo funciona?
La siembra de nubes es una técnica de modificación climática desarrollada hace casi ocho décadas, cuyo objetivo es aumentar la precipitación a partir de nubes ya existentes. No crea nubes nuevas, sino que introduce partículas específicas que favorecen la condensación del vapor de agua presente en la atmósfera.
Estas partículas, conocidas como núcleos de condensación de nubes, suelen incluir compuestos como yoduro de plata, sal común o sal de roca, dependiendo de la temperatura y características de la nube. Al dispersarse desde aeronaves o dispositivos terrestres, buscan acelerar el proceso natural de formación de gotas de lluvia.
Sin embargo, la técnica depende de condiciones atmosféricas muy específicas. Sin humedad suficiente —generalmente superior al 50 %—, la siembra de nubes no produce precipitación alguna. Este límite físico es central para entender por qué su aplicación como solución a la contaminación es tan controvertida.
En el experimento realizado en Nueva Delhi, por ejemplo, el contenido de humedad era inferior al 15 %. Aun así, los investigadores avanzaron con la prueba para recopilar datos sobre posibles efectos indirectos, como aumentos de humedad o reducciones marginales de partículas contaminantes.

¿Puede la siembra de nubes reducir la contaminación del aire?
Los resultados del experimento en Delhi fueron, cuando menos, ambiguos. El Instituto Indio de Tecnología de Kanpur reportó una reducción del 6 al 10 % en partículas contaminantes, aun sin lluvia. No obstante, esta afirmación fue cuestionada por múltiples expertos que señalan la falta de evidencia concluyente.
Investigadores del Instituto Indio de Tecnología de Delhi calificaron la iniciativa como “otro truco” comparable a soluciones tecnológicas fallidas, como las torres de smog. Desde su perspectiva, cualquier mejora observada es menor, temporal y difícil de atribuir directamente a la siembra de nubes.
La científica climática Roxy Mathew Koll subraya que incluso cuando la técnica funciona, su impacto es efímero. En el mejor de los casos, puede generar una llovizna ligera que arrastra partículas durante unas horas, sin modificar las condiciones estructurales que provocan la acumulación de contaminantes.
Sachin Ghude, experto en química atmosférica, añade que para lograr una mejora sostenida en la calidad del aire, ciudades como Delhi necesitarían lluvias casi cada dos días. Dado que la nubosidad invernal ronda apenas el 20 %, sembrar nubes de forma consistente resulta prácticamente inviable.

Riesgos, costos y críticas desde la ciencia ambiental
Más allá de su efectividad limitada, la siembra de nubes plantea riesgos ambientales que rara vez se discuten en el debate público. El uso de yoduro de plata, aunque relativamente seguro en pequeñas cantidades, puede resultar tóxico para los ecosistemas acuáticos si se acumula con el tiempo.
Expertas como Thara Prabhakaran advierten que dispersar partículas adicionales en una atmósfera ya saturada de aerosoles y gases contaminantes podría generar interacciones químicas aún no comprendidas. Esto abre interrogantes sobre impactos secundarios no previstos.
También existe el riesgo de provocar precipitaciones excesivas o alterar patrones de lluvia en regiones cercanas al sitio de intervención. Se han documentado casos en los que zonas a sotavento experimentan aumentos inesperados de precipitación, complicando la evaluación de responsabilidades y efectos.
Finalmente, el costo de estos proyectos —millones de rupias en el caso de Delhi— ha generado críticas sobre el uso de recursos públicos en soluciones experimentales frente a la urgencia de políticas de control de emisiones probadas y de largo plazo.
¿Distracción tecnológica o solución real?
Uno de los principales señalamientos de la comunidad científica es que la promoción de la siembra de nubes como respuesta a la contaminación puede generar desinformación. Presentarla como “hito histórico” alimenta la ilusión de que la tecnología puede compensar décadas de emisiones descontroladas.
Este enfoque resulta problemático. Desvía la atención de medidas estructurales como la transición energética, el control del transporte motorizado, la regulación de la construcción y la sustitución de combustibles sólidos en los hogares.
Como recuerda Chandra Venkataraman, la evidencia internacional muestra que las reducciones significativas de contaminación dependen de atacar las fuentes de emisión. El caso de China, donde la sustitución de biomasa redujo drásticamente la exposición a contaminantes, es un ejemplo claro.
La siembra de nubes, en este contexto, puede entenderse solo como una medida de emergencia experimental, nunca como una política ambiental integral ni como sustituto de una gobernanza climática sólida.

Límites claros para una técnica controvertida
La experiencia de Nueva Delhi deja una lección relevante para gobiernos, empresas y profesionales de la sostenibilidad: la siembra de nubes no es una solución estructural a la contaminación del aire. Su efectividad es limitada, dependiente de condiciones específicas y, en el mejor de los casos, temporal.
Para quienes trabajan en responsabilidad social y ESG, el debate no debe centrarse en si la tecnología es innovadora, sino en si contribuye realmente al bienestar ambiental y social. Apostar por soluciones de alto impacto mediático pero bajo impacto real puede retrasar acciones urgentes y necesarias.
En última instancia, enfrentar la contaminación atmosférica exige políticas multisectoriales, inversión sostenida y decisiones incómodas sobre modelos de desarrollo. La ciencia es clara: no hay atajos tecnológicos que sustituyan la reducción directa de emisiones y una transformación profunda de los sistemas urbanos y energéticos.







